Había sido la primera vez que alguien se preocupaba por
ella de forma desinteresada. No tenía motivos para dudar de la bondad de aquel
hombre pero la falta de honestidad en el mundo dónde se movía le hacían ser
cauta. A pesar de ello, a pesar de que su vida siempre estuvo marcada por la
inhumanidad con la que siempre fue tratada, el gesto de aquel hombre al que
apenas conocía hizo que una sonrisa interior iluminara aquella esperanza que sintió
siempre entre penumbras.
Ella era un número a elegir, el producto a consumir, la
mercancía a comprar. Era Elvira, la puta más vieja en aquel antro de carretera. La más vieja de
todas con apenas 35 años recién cumplidos. Ella, hija de nadie, siempre quiso
ser madre pero nunca pudo. Quiso ser amiga y protectora de sus jóvenes y
ambiciosas compañeras de altas aspiraciones, pero su mundo era un mundo
distinto al mundo prefabricado en torno a aquellas falsas Afroditas del sexo de
billetera.
Antonio era un cliente habitual, un hombre solitario y
triste de mirada noble. Jamás accedió a la compañía de ninguna mujer. Él solo
quería beber, entablar algún tipo de conversación, oír y ser escuchado. En
aquel negocio el cliente podía elegir entre subir con una puta o atiborrarse de
alcohol, o mejor, ambas a la vez. Antonio lo sabía, y aunque se gastaba en
copas más que en follarse a alguna exuberante chica de compañía, prefería
emborracharse. Fueron muchas las
madrugadas en las que Antonio necesitó ayuda para salir del local. Tenía 45
años. No tenía automóvil pero vivía cerca de allí, a escasos quince minutos
andando en zigzag a través de una pequeña vereda que le conducía a un núcleo de
casitas rurales. En la última de ellas vivía Antonio.
Era una noche aciaga. Mal tiempo y malos tiempos. Muy pocos
clientes y algunos demasiado escandalosos. Algo había en el ambiente que a la puta más vieja del local le hizo
recelar. Antonio estaba al fondo de la barra, bebiendo su habitual whisky, lo
hacía con parsimonia, mirando a su alrededor y haciendo sonar sus nudillos –de
cuándo en cuándo- sobre el mármol, al
compás de la pésima música ambiental. Parecía distraído pero su sentimiento era
de desconfianza. Unos minutos después, cuando el local estaba quedándose vacío,
de uno de los reservados salieron tres hombres fuertes que rodearon a Elvira
para mofarse, vejarla y toquetearla con impudicia. Elvira callaba y dejaba que
su cuerpo fuese magreado por aquellas bestias sedientas de sexo y bronca. El
dueño del local, entre risas, se hizo cómplice de la humillación. No salió a defenderla
sino a hundirla definitivamente.
- ¿Os la queréis follar? –preguntó jocoso-
- Os invito. Paga la casa. De uno en uno o todos a la
vez, como queráis.
- (Risas)
- ¡Niña! –dijo dirigiendo su mirada a la barra del bar-
- Sirve a los señores lo que quieran.
Elvira comenzó a derramar alguna lágrima furtiva que
enjugó con sabia experiencia. En aquel momento pensó abandonar el local y
marcharse pero no sabría dónde. Recompuso el gesto y decidió afrontar el
momento. Que nadie aprovechara su debilidad, que nadie se creciera a costa de
su pena, que nadie le hiciera su tormento más insoportable. Los tres hombres,
más embriagados de maldad que de alcohol, empujaron a Elvira a uno de los
dormitorios. Cerraron la puerta. El portazo sentenciaba un destino que jamás
estuvo escrito.
Los gritos traspasaban paredes. El dueño del local hizo
subir el sonido de la música. Antonio se había convertido en el único cliente.
Seguía bebiendo whisky. Una chica le hacía compañía, y él, a cambio, pagaba
copas que ella no bebía. Pasado un buen rato, cuando los tres hombres bajaron,
todo enmudeció; incluso la música. Entre risas cómplices y satisfacción en el
gesto pidieron tres botellas de alcohol y se marcharon tranquilamente. Antonio
los conocía, sabía su fama, su naturaleza, su calaña. Tres hermanos paridos por
la misma perra, una perra que los educó en el pillaje, en el abuso de su
fuerza, en causar daño ajeno para beneficio propio. La sangre aquel día no
corrió –pensaba Antonio- y justo en ese pensamiento recordó a Elvira, la puta,
la mujer que tan desafortunadamente se había cruzado aquel día en el camino de
aquellas bestias.
Pasados unos minutos Antonio, tambaleándose de miedo –o
quizás de incertidumbre- y al no verla en el local, quiso averiguar cómo se
encontraba Elvira. Subió a la habitación, y nada más abrir la puerta, sintió en
su olfato el olor de la inmundicia, la suciedad de la que es capaz el ser
humano y el castigo que puede llegar a infligir. Elvira estaba tumbada en la
cama, acurrucada, como resguardándose del dolor, totalmente desnuda. Las
sábanas olían a orín. De la parte externa de sus genitales aún manaba un hilo
de sangre. Sobre la almohada, un manojo de pelo negro. Antonio se acercó en
silencio, cubrió su cuerpo desnudo con una manta y la intentó girar suavemente.
Ella se resistía sin apenas fuerzas. Antonio insistió hasta que ella, por fin,
accedió. Tenía la cara ensangrentada. Cogió una toalla que había sobre la
mesilla y la limpió con sumo cuidado. Algunos hematomas ensangrentados,
nudillos marcados en su cara y le faltaban al menos dos dientes. Ese fue el
rápido balance que Antonio hizo de la situación. Ella permanecía en silencio y
con los ojos cerrados. Y temblaba.
- ¿Qué haces aquí? ¿Quién te ha dado permiso para entrar?
–preguntaba el dueño del local desde el umbral de la puerta-
- Ella necesita ayuda –sonó la balbuceante voz de
Antonio-
- Sal de aquí –ordenó el dueño-
- No. Me la llevo conmigo. ¡Impídemelo, si te atreves! –dijo
Antonio, esta vez con tono seguro-
Antes de que Antonio se incorporara de la cama el dueño
del local ya le había asestado el primer puñetazo. Antonio cayó de bruces, se
levantó de inmediato, lanzó un certero puntapié
a la entrepierna de su agresor y éste se derrumbó en el suelo chillando de
dolor. Antonio cubrió el cuerpo de Elvira, cogió sus ropas, su bolso y se
marcharon de allí lentamente, muy lentamente. Los dos temblaban.
Algunos meses después Elvira paseaba su preñada barriga
por los pasillos del hospital. Antonio acababa de ser intervenido
quirúrgicamente. Los médicos confiaban en su fuerza vital para poder salir
airoso de aquella prueba de fuego al que su delicado corazón le estaba
sometiendo. Curioso, justo cuando había encontrado la paz interior su corazón
le había declarado la guerra. Sabía que la cuerda se le acababa, y sabía que
aunque el tictac le sonara inconstante, quería sobrevivir. Necesitaba hacerlo. Tenía
por quién luchar.
Antonio y Elvira tuvieron una hija. Ahora vivían en la
capital. Su corazón resistía. La felicidad era su mejor fármaco. Jamás
removieron su pasado ni jamás Elvira preguntó si conocía el destino de aquellos
tres hombres que un buen día desaparecieron de la faz de la tierra.
Final feliz, me quedo con eso.
ResponderEliminarMe gustan los finales felices, aunque me has hecho llorar...¡te odio, escritor fantástico!
Creo que la felicidad es tan efímera que cuando la tenemos delante nos pasa casi inadvertida, por eso recurro a textos donde el dolor se hace más visible. Por eso y porque en el fondo soy un hombre triste de corazón alegre.
ResponderEliminarEl dolor curte, el dolor aclara visiones, el dolor es el antídoto que busco (y no encuentro) con el fin de aliviar tensiones interiores que nunca caducan.
Me encanta ese “¡te odio, escritor fantástico!”, pero ya sabes que no soy de finales felices. Este te lo debía; por insistente.
Pues voy a seguir insistiendo hasta que pases de "abuelo gruñon" a jovencito alegre y utópico en lo que escribas.
ResponderEliminarHala.