viernes, 30 de octubre de 2015

Gotas de lluvia sobre el cristal.


Observo caer la lluvia sobre el cristal. Me gusta ver esas gotas que se deslizan hacia una dirección desconocida. Me imagino ser gota caída del cielo sin saber qué destino me aguarda. El vaho comienza a empañar el cristal y me apresuro a dibujar cosas que ni yo mismo acierto a entender. Garabateo, me paro, y con un giro de muñeca doy por acabado mi primer dibujo; luego otro, y otro, hasta que el lienzo trasparente hace desaparecer cualquier resto del empañamiento. Luego lloro…

Mi vida transcurre paralelamente a las gotas de lluvia, una vida llena de incertidumbre y de miedo. Sé que por mucho que gota y yo nos prolonguemos, jamás podremos encontrarnos. Y eso me asusta, me aterra, me da pavor. Pero tengo que asumirlo, aceptarlo, comprenderlo…y esperar. Mi corazón se resquebraja por momentos, siento su latir lento, inconstante, perezoso. Poco a poco, día a día, voy comprendiendo que lo que me provoca este terror no es la muerte en sí sino la escasa posibilidad que tengo de vivir mi vida. Hoy cumplo años. Dieciséis. Aquí estoy, en mi habitación, en compañía de mi dolor y mis libros, abriendo regalos y esperando que sea nuevamente la lluvia la que acaricie el cristal con sus gotas de agua.

Entre regalo y regalo he descubierto uno que nadie sabe de quién es ni cómo pudo llegar hasta aquí. Es una cajita pequeña, de cartón, pintada con dibujos de colores maravillosos. Aún no la he abierto. Tengo la extraña sensación de que su contenido me hará enormemente feliz. Y no quiero. Me niego a percibir sentimientos de felicidad, no puedo hacerlo porque sé que me hará daño, que será inútil. No sé si todo está escrito, decidido o acordado, pero yo siento el olor de la muerte muy cerca; demasiado cerca. Debo acostarme, la lluvia no llega y estoy cansado.

Abrí los ojos. Llovía intensamente. Me sentía extrañamente bien, sin apenas fatiga en mi cuerpo y con ganas de reír. Con una enorme sonrisa dibujada en mi rostro grité con fuerza el nombre de mi madre para que acudiera a verme. Pero no me oía. Me incorporé dispuesto a garabatear mi lienzo de cristal. Fue en ese momento cuando mis ojos se posaron sobre la cajita de cartón pintada primorosamente. En esta ocasión no dudé un momento. La cogí entre mis manos y fui deshaciendo un pequeño lazo color celeste. La abrí, y de pronto, una preciosa mariposa emergió del fondo. No había nada más en su interior. La mariposa comenzó a revolotear alegremente por la habitación. Extendí el brazo y ella se posó en mi mano, cerré el puño a excepción de mi dedo índice. Allí se posó. Instintivamente, llevé la mariposa a mis labios, cerré los ojos y la besé. Ella alzó el vuelo y se dirigió hacia el empañado cristal. No daba crédito a lo que mis ojos veían. Me sentía desvanecer y me recosté en la cama, desde allí, entre ilusionado y asombrado, pude ver como la mariposa había dibujado un precioso corazón de color rojo. También vi y oí algo pero posiblemente ni lo viera ni lo oyera. La mariposa, con la ayuda de sus antenas, fue recortando aquel corazón dibujado sobre el lienzo de cristal y lo colocó sobre el mío. No recuerdo nada más porque caí en el más profundo de los sueños…

…aquí estoy, intentando que mi hijo concilie el sueño. No tengo preguntas porque jamás encontraré respuestas sobre qué fue lo que sucedió aquel día. Tengo 38 años y aún conservo la extraña cajita de cartón pintada con colores maravillosos. Y sí; soy feliz.


Mi Aston Martin gris plata...



Aceleré el vehículo. Un Aston Martin gris plata. Debía alejarme. Los asesinos siempre huyen. 100,120,150,180,190…Km/hora. Una mujer se interpone entre mi coche y la carretera. La embisto sin la menor preocupación. El limpiaparabrisas lanza chorros de agua sobre el cristal hasta que el color rojo desaparece.

El coche circula a 220 km/hora. La carretera se hace cada vez más estrecha. El sonido de sirenas atrae mi atención. Miro por el retrovisor y se acercan dos coches. Uno se coloca a la izquierda y otro a la derecha.  Piso el freno, a fondo, los coches perseguidores se adelantan. Vuelvo a acelerar  hasta colocar mi coche sobre su parte trasera. Con una rápida maniobra me deshago de uno de los coches que salta por los aires dando volteretas. Una explosión, una llamarada, y mucho humo negro…   

Me pongo a la altura del otro vehículo, puerta con puerta, ventanilla con ventanilla. Empuño mi automática. ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! Tres disparos, el último de ellos certero, mortal. La carretera queda libre. Las luces de una gasolinera se divisan al fondo…







            “Congratulations, you just get to level 301

 

 

 



miércoles, 28 de octubre de 2015

En el último flash nos vamos.



A través del acero caían gotas de sangre aún caliente. Sus manos empapadas y temblorosas dejaron caer el cuchillo. El sonido metálico pareció despertarle.

Pechos grandes, nacarados, de pezones rosáceos. Ojos con leve tonalidad de gris azulado, ligeramente almendrados. Boca perfecta, dientes blancos, perfectamente alineados; labios carnosos, sensuales, capaces de satisfacer nuestra mejor fantasía. Caderas anchas, glúteos prietos, piernas largas, interminables. Así era ella. ¿Él…? Un imbécil acomplejado con el que jamás debió convivir.

Sus ojos se clavaron en el cuchillo cubierto de un color rojo intenso. Ella permanecía desnuda. Con sus manos trataba de ocultar su rostro. El desconcierto rebotaba sobre la estancia. Él, abatido, rompió el silencio con un sollozo entrecortado, chillón y convulsivo, tan desesperante y grotesco que sonaba cómico. Sabía matar pero no llorar. Ella, tratando de comprender los hechos, el por qué de aquella reacción, por qué el hombre decidió entrar en su casa con la llave que aún poseía, coger el cuchillo de hoja más grande, irrumpir violentamente en su dormitorio y asestarle tres puñaladas a su propio hermano.

El inspector de policía mantenía un cigarrillo en la comisura de los labios sin encender; carraspeaba al tiempo que intentaba colocar sus cabellos de forma conveniente para esconder su ya avanzada calvicie. Ante él dos hombres tumbados en el suelo, uno desnudo, que parecía nadar sobre un charco de sangre, con tres hendiduras en el cuerpo, el otro, estaba vestido pero con un cuchillo clavado en el corazón, y lo más importante a la vista del inspector, una mujer semidesnuda de belleza imponente. El inspector miraba para todos lados, queriendo evitar ser descubierto en sus intenciones, porque de soslayo, sus ojos caían sobre los pechos y nalgas de aquella maravilla de mujer. No pudo evitar una leve erección. Tosió en dos o tres ocasiones, y con tono solemne y en voz alta, se dirigió al cabo, pensando que nunca se había encontrado un caso tan fácil de resolver:

- Está claro González, un hombre abandona a su mujer. Un día se entera que ella mantiene relaciones con su propio hermano. Le ciegan los celos, y puesto que aún posee llaves de la vivienda propiedad de ambos, decide entrar, acabar con la vida de su hermano, y después, comido por la culpa y el arrepentimiento decide quitarse la vida.

- ¿Has tomado nota González?

- Sí, señor inspector

- Pues nada, vámonos todos a comisaría para redactar el informe

- ¡Señora! Vístase y acompáñenos, por favor.

            Un fotógrafo lanzaba sus últimos flashes. La rutina de la investigación hacía concluido. El forense daba sus últimas órdenes. Nadie se percató del cuchillo que había sido desclavado del corazón del muerto, nadie advirtió que entre el color rojo se había mezclado una diminuta gota de líquido viscoso y blanquecino...