viernes, 27 de noviembre de 2015

Sexo, drogas y Camarón


Todo comenzó la noche de un frío día de invierno, mientras esperaban en una pequeña playa almeriense la llegada de una lancha cargada de hachís.

El Johnny acababa de cargar el último paquete de droga en su Renault 4. Cogió una carretera alternativa para llegar a Garrucha, un pueblecito costero, un pueblo tranquilo, con gentes dedicadas al mar y la agricultura y que disponía hasta de un pequeño puerto pesquero y deportivo. En una pequeña nave situada a las afueras del pueblo tenían instalado el centro de operaciones delictivas. El Johnny aparcó el R-4 en la trasera de la nave. Los cinco ocupantes se bajaron  del coche y comenzaron a descargar todos los paquetes de droga. El Johnny llevaba un peta entre la comisura de los labios y del que aspiraba de cuando en cuando. La Rocío era su hembra, una moza de grandes tetas, gran culo  y un cerebro pequeño. Follaba de escándalo. Te cogía la polla y te la dejaba esmirriada en un plis. Pero la Rocío tenía buenos adentros. Era muy puta y muy viciosa, pero tenía un corazón que no le cabía en el pecho y un culo que se le salía de las bragas. Estaba también la Jenny, una morenaza de ojos claros, amiga del tanga visible y de tetas sueltas, que engatusaba a todo quisqui con un solo movimiento de cadera. Queda por presentar al “Tarugo” y al “Berza”, el primero, como su apodo indica, cualquier cosa que le dijeras siempre la pillaba a la última, el “Berza” no, ese era más listo que nadie para delinquir, pero por si les interesa, siempre que había cocido de berza se metía entre pecho y espalda 3 o 4 platos con su correspondiente pringá. (Pringá; véase una mezcla de tocino, magro, morcilla y chorizo, bien prensadito y que normalmente se comía con trozo de pan entre los dedos y rebañando el plato).

Hechas las presentaciones, que cada cual elija, son cinco, además del R-4, la droga y una nave a las afueras de Garrucha. De momento, la historia transita sobre una actividad normal, muy recurrente en pequeños pueblos costeros, donde la droga era el camino más rápido para hacer dinero fácil.

A la mañana siguiente, sobre las 8:00 hs. el Johnny, el “Berza” y el “Tarugo” salieron con su R-4 a realizar el reparto a sus camellos habituales. En el radiocasete sonaba “Volando voy” de Camarón. Que nadie intentara poner una música distinta a la de Camarón, que nadie se atreviera a pulsar el play, salvo que quisiese tatuarse un agujero en la frente del calibre 9 mm de la “Beretta” del Johnny.  Los tres, con más ganas que tino, se arrancaron inmediatamente intentando cogerle el compás. Cierto que ponían todo su empeño pero cierto también que con el empeño no era suficiente. Lo que no conseguía Camarón con su arte lo conseguían ellos imitándolo; que el ruido de las cuatro latas del R-4 fuese imperceptible. Cuando llegaron a las inmediaciones de Mojácar pararon a desayunar. Era una venta antigua, de las de toda la vida, y tan vacío estaba que no había ni moscas. Tras el café, pidieron unos bocadillos de tortilla de patatas y unas cuantas cervezas. El dueño sirvió la comanda rápidamente porque la tortilla de patatas hacía dos días que había sido cocinada y ni siquiera se molestó en calentarla. Era del pueblo de Garrucha y conocía a uno de los clientes, concretamente al “Berza”, hijo de un viejo pescador que fue amigo suyo y compañero de fatigas. Se le notaba nervioso, era como si quisiera que sus únicos clientes abandonasen su venta lo más pronto posible. Se metía dentro de la barra, salía, entraba en la cocina, andaba de un lado para otro hasta que el “Tarugo” lo sorprendió mirando en la parte de atrás del R-4. El “Tarugo” se levantó como un resorte, se fue para él, y sin mediar palabra le clavó la faca en el corazón. Toda la faca, la hoja entera, hasta la empuñadura. Salieron de allí a toda prisa, con el Johnny y el “Berza” lanzándole insultos al “Tarugo”, que como siempre, iba a su bola. ¡Que no lo pillaba, vamos! Al entrar en carretera Johnny miró por el retrovisor y vio la silueta de una mujer con mandil de lunares que salía de la venta. El frenazo pilló de improviso al “Berza” que a poco se deja los piños en el salpicadero. El cabezazo del “Tarugo” fue contra la chapa del cuatro latas provocándole una abolladura redonda perfecta. Con un giro de volante el Johnny puso rumbo de nuevo a la venta. La mujer ya no estaba, sin duda había huido, la estuvieron buscando unos minutos, no demasiados por temor a que alguien le diera por querer comerse un bocadillo de tortilla de patatas rancia y les pillara a ellos allí, en plena faena y con un muertito desangrado a la entrada que lo estaba poniendo todo sucísimo. ¡Madre mía! ¡Qué escandalosa es la sangre!

Siguieron el camino como si la faca del “Tarugo” no hubiese asestado una puñalada mortal al curioso dueño de la venta. En el radiocasete sonaba “Como el agua”, nada como aquellos ritmitos buenos para relajarse. Pasaron Mojácar, y un par de kilómetros más adelante, tomaron un camino de tierra que les llevaría al lugar de encuentro, una casita abandonada y semiderruida que se encontraba en medio de la nada. Al llegar, cuatro hombres esperaban. Descargaron la mercancía y metieron en el R-4 una bolsa de Galerías Preciados repleta de billetes. Los maletines aún no se estilaban.

Ya de regreso a Garrucha, al pasar por la venta, había un control de la guardia civil. Un par de coches verdes, una ambulancia y seis picoletos mal encarados pedían la documentación y preguntaban de dónde veníamos o hacia dónde íbamos. Nos retuvieron media hora, siempre dentro del coche, hasta que el picoleto de bigote intenso nos hizo señales de que podíamos marcharnos. El “Tarugo”, antes de pulsar el play del radiocasete, se santiguó. Era muy cristiano el menda.

Dos días después, la Jenny puso en conocimiento del Johnny la identidad de la mujer con mandil de lunares. Era una joven viuda de Garrucha que vivía con su hija en una casita de pescadores cerca del paseo marítimo. El “Tarugo”, que casi siempre hacía trampas para perder el sorteo,  le tocó ocuparse del asunto. Ocuparse del asunto, en argot delictivo, significaba que tenía que darle matarile, o sea, quitarle la vida, matarla, asesinarla. Veinticuatro horas más tarde los mismos picoletos de la venta habían acordonado la casita de pescadores donde se encontraba una mujer asesinada. El Johnny, en compañía de la Rocío, eran dos más de los curiosos arremolinados frente a la casa. Parecían compungidos por la pena.

El pueblo de Garrucha había asistido en cuestión de horas a dos asesinatos. Los vecinos comenzaron a recelar, miraban desconfiados; sospechando los unos de los otros. Unos decían que todo lo que estaba pasando era obra de gente de Almería que había venido a vengarse por un negocio turbio con el dueño de la venta. Otros que había sido un hombre comido por los celos al enterarse del idilio del dueño de la venta con la cocinera. Hubo quién culpó a la luna y sus efectos nocivos en el sentir de las personas, que alteraba sus nervios y las volvían locas. Hablaban y hablaban, temían y temían, pero nunca callaban. Lo acaecido tres días después sirvió para avivar aún más las especulaciones. La verdad es que en aquel pueblo nunca pasó nada parecido, ni siquiera en verano que estaba más concurrido, y los hechos, al menos los hechos, por muy luctuosos que fuesen, les tenían bastante entretenidos.

El Johnny, la Rocío, la Jenny, el “Berza” y el “Tarugo” se dieron cita en una especie de pub que habían abierto recientemente en el pueblo. Lo de pub era una exageración, aquel garito era un bar de los de siempre, un bar que olía a fritura y sal añeja, al que como único toque estético le habían apagado las luces. Velas, mariposas en aceite y la tenue luz de unas lamparillas sobre veladores de aluminio con sillas de plástico era todo el atrezo. Bueno, otra innovación era la música de una casete a través de un aparato inmenso. El tipo del bar/pub debía ser seguidor acérrimo de los “Bee Gees” porque todo el rato sonaron las canciones del “Fiebre del sábado noche”, la peli de Travolta haciendo de chulito bailarín. Ellos pidieron una botella de destilerías y crianza, el güisqui Dyc de toda la vida con cinco vasos de tubo y una cubitera de hielo. El dueño, gentilmente, puso un plato de duralex repleto de cacahuetes salados sobre la mesa. Con la botella en sus últimos estertores, ya calentitos y con los efectos del alcohol notándose en sus lenguas estropajosas, pidieron una segunda botella, a ellos, otra cosa no, pero les gustaba planear las cosas con la mente clara y despejada.

Una hora más tarde, con todos paseando por la playa y riéndose abiertamente del frío, se tumbaron sobre la arena. El Johnny echó la papa cinco minutos más tarde. Decía que los cacahuetes no le sentaban bien. Lo curioso es que decía eso mientras daba vaivenes de un lado para otro soltando vómito a diestro y siniestro. El Johnny, con hablar ininteligible y a ritmo de hipido, le dijo a la Rocío algo que se podía interpretar como; “Nena, hoy no estoy yo para follar” La pena del Johnny es que él no estaba para folleteo pero la Rocío estaba que saltaba por las paredes. La Rocío se levantó la falda, cogió al “Tarugo” y le bajó los pantalones, y antes de que se persignara un cura loco, se lo estaba follando. Mientras cabalgaba sobre la polla del “Tarugo” comprobó que el sobrenombre del “Tarugo” le pudo venir, bien porque jamás se enteraba de nada o por lo que escondía dentro del calzoncillo. El “Berza” se puso cachondísimo pero la Jenny era mucha Jenny y no entró al trapo de la lujuria desatada en aquella arena de mar con el Johnny durmiendo la borrachera bocabajo.

A la mañana siguiente comenzaron a planear cómo quitarse otro problema surgido. Al parecer, aunque nadie tenía constancia, la mujer con mandil de lunares se veía a escondidas con un viudo del pueblo. Lo más normal es que ella le comentara algo al hombre y posiblemente también a su hija. Los dos debían morir, en caso contrario, su empresa de delincuencia tenía los días contados. Las dos mujeres, la Rocío y la Jenny se encargarían del viudo, lo engatusarían, y cuando estuviese preparado para echarle el polvo del siglo, ¡ZAS! el cuello cortado. El Johnny era el cerebro pensante, el enlace con el alto mando, y aunque disponía de su inseparable “Beretta”, no debía involucrarse en trabajos menores, así que el “Berza” y el “Tarugo” se lo jugaron a los chinos para ver quién de ellos mandaría al otro barrio a la hija de la cocinera con mandil de lunares. El “Tarugo” estaba de suerte, su trampa para perder había salido bien. Por lo tanto, no sólo se había cargado al dueño de la venta y a la cocinera con mandil de lunares sino que ahora tenía la responsabilidad de matar también a la hija. Eso pensaba mientras se frotaba las manos, aunque como siempre, cada vez que el “Tarugo” pensaba, lo hacía en voz alta.

La Jenny se acicaló como putón verbenero, se retocó hasta el tatuaje del culo, ese que dejaba siempre visible al agacharse, igual que le pasaba con el tanga. Esta vez se había puesto un sujetador un par de tallas más pequeñas, así realzaba aún más sus buenas tetas. Entre eso y el contoneo de caderas el pazguato ya estaba listo para la sentencia. La Rocío se colocó el cuchillo en el liguero, no iba a ser ella la autora pero se prestó voluntaria al ver a aquel hombre, que en lugar de estar llorando la muerte de la mujer a la que había estado cortejando, sólo pensaba en meterla en caliente. A las 23:00 hs. sonaron los clarines del éxito. El hombre se había resistido porque el coño de la Jenny se negó a que aquella cosa flácida entrara en contacto con su cuevecita de placer. Así que, entre el forcejeo de ella y la baba caída de él, la Rocío llegó por detrás, y de tajo certero, seccionó la yugular del hombre, un hombre al que no le había dado tiempo de meterse aquella piltrafa de picha en el calzoncillo. Lavoro completato. Requiescat in pace.

El “Tarugo” había seguido a la joven a prudente distancia y sabía que estaba allí, en su casa, en aquella casita de pescadores cercana al paseo marítimo. Las luces estaban apagadas a pesar de no ser ni las diez de la noche. La joven no debía tener más de 20 años, no era especialmente atractiva aunque tenía un culo escultural, al menos, cuando lo llevaba embutido en aquellos pantalones vaqueros. El “Tarugo” se acercó sigilosamente a la puerta, sacó un manojo de llaves y se puso a manipular la cerradura. En el quinto intento, el pestillo cedió. Abrió despacio. Todo estaba a oscuras salvo una tenue luz que provenía del fondo de la estancia. Aquel halo difuso le sirvió de guía. Allí estaba la joven, en pelota picada y haciéndose tocamientos por todo el cuerpo. Le pareció una guarrindonga  por cómo se tocaba el coño y el culo. La erección fue fortuita, un acto reflejo, pero en el fondo, una excitación incómoda y morbosa sabiendo el “Tarugo” por qué motivo estaba allí. Pero como él no fue nunca hombre de talento ni pensamiento filosófico, cuando llegó a la cama ya tenía la polla en la mano. La joven en esos momentos debía estar pasándolo bien porque no se extrañó demasiado cuando aquella polla penetraba hasta lo más profundo de su coño. Los vaivenes fueron continuos, ella gemía, él no, el “Tarugo” bastante tenía con aguantar el dolor porque la joven le apretaba los huevos con las manos. ¡Suéltame los cojones, so puta! –gritaba él- ¡Fóllame por detrás! –pedía ella- ¡Joder, joder, qué puta me ha salido la joven! El “Tarugo” que estaba a punto de correrse, no sacó la polla sino la faca, esperó a descargar hasta la última gota de semen, cuando hubo acabado, ni un segundo antes, ni un segundo después, le rebanó el pescuezo, que eso de correrse en el cuerpo de una muerta no era lo suyo.

Los picoletos tuvieron que pedir refuerzos al puesto de comandancia de Almería porque atender dos nuevos asesinatos en dos sitios distintos no les era posible. El comandante de puesto le advirtió que tardarían un poco en llegar, que estaban reparando uno de los coches. Así que allí estaban ellos otra vez, tres picoletos en un sitio y tres picoletos en otro. El Gobierno Civil mandó sus condolencias al alcalde y prometió que enviaría, tan pronto fuera posible, inspectores especiales para investigar y esclarecer los hechos, porque al paso que vamos –decía- con cuatro asesinatos en menos de cinco días, iba a convertir al pueblo de Garrucha, a ese pueblecito costero, ese pueblo tranquilo, con gentes dedicadas al mar y la agricultura y que disponía hasta de un pequeño puerto pesquero y deportivo, en referencia morbosa por toda la zona.

El Johnny volvió a reunir a toda la banda para recoger otro cargamento de hachís. Nuevamente el R-4 cargado hasta los topes. Por el camino, el “Berza”, con permiso del Johnny, pulsó el pause del casete, la bulería de Camarón dejó de sonar, durante unos segundos se hizo un silencio interrumpido por una flatulencia del “Tarugo”. Había comido chorizo. Eso se olía. El Johnny conducía lentamente por una carretera por donde no pasaban ni los grajos. El “Berza” tomó la palabra; “tenemos que establecer un plan concienzudo para quitarnos de encima un problema que puede acabar con nosotros. Escuchad con atención, la hija de la mujer con mandil de lunares a la que el “Tarugo” dio matarile,  resulta que tenía tres amigas íntimas y un medio novio, es posible, o altamente probable, que todos ellos sepan lo que la madre de ella vio en la venta, tendremos que hacernos una lista y borrar a todo al que matemos y no suponga un riesgo, así que, una de las amigas tiene dos hermanos y sus padres. Son cinco. Otra amiga tiene tres hermanos y su madre viuda. Otros cinco. La última amiga tiene solo una hermana y vive con sus padres. Cuatro más. Pero el problema es el medio novio, que ese, además  de tener cinco hermanos y vivir con sus padres, estudia una carrera en la Universidad de Almería. Está en primero, aula 2, y son 35 alumnos, algunos de ellos amigos íntimos. Eso suma 43 personas. Lo siento Johnny, pero ¿Cómo vamos a cargarnos a esas 57 personas? El Johnny dio una calada al peta y dijo; escuchemos a Camarón.

martes, 10 de noviembre de 2015

El pasado que regresa.


Acababa de cumplir 20 años. Tenía el aspecto de una mujer de más de 30. Ella, desde niña, supo que su final le había sido predestinado. Se llamaba Helena, con hache, como la de Troya, aunque en su caso, solo era debido a un error ortográfico. Pudo rivalizar en belleza con la espartana si la vida no le hubiera castigado desde tan joven. Pero allí estaba, asumiendo y afrontando con valentía su trágica decisión, haciendo un último esfuerzo para escapar de su desdicha. Cerraba los ojos ante el temor que la tenue luz del vagón despertara en su memoria los últimos recuerdos. Se acurrucaba como podía. Tenía frío. Tiritaba. Oía de cerca el silbato de la vieja locomotora gritando a los cuatro vientos el sentir de su propia decadencia. La caldera de vapor apenas resistía, no podía dar un paso más; parecía agotada. Helena también. Llevaba días deambulando de estación en estación, de destino en destino, sin apenas comida, y el escaso dinero que aún le quedaba, lo había destinado a tomar distancia, alejarse el máximo posible del caserón donde había vivido toda su vida. El sonido de las zapatas de freno sobre la oxidada rueda de hierro emitió un chirriar que le pilló desprevenida. Helena se incorporó del asiento asustada. Sobre el destartalado banco de madera astillada y apolillada había una pequeña maleta con sus escasas pertenencias. Alguna muda interior y poco más. Minutos después, un empleado ferroviario le comunicó la avería de la locomotora, advirtiéndole también, que posiblemente tardarían horas en su reparación. El hombre puso en sus manos una vieja manta de lana para que se protegiera del frío al tiempo que le invitó a que se instalara en un vagón algo más cómodo. Ella accedió, y en compañía de otros viajeros, tomaron el camino que les había sido indicado.

Le ofrecieron una taza de café y un bocadillo que ella agradeció con una leve sonrisa. La sonrisa de Helena era preciosa, iluminaba su cara de tal manera, que apenas resultaba perceptible la cicatriz de su cara. Había sido marcada por el hombre que marcaría su vida para siempre. Y también su destino.

Un pequeño compartimento le sirvió de morada las siguientes horas. Se recostó enfundada en la manta y esperó a que el sueño acudiera en su salvación. Al rato encontró lo que buscaba, quedó dormida, aunque envuelta en una horrible pesadilla; la pesadilla de siempre…
…los padres de Helena eran los caseros del cortijo de Don Ramón; el amo, el dueño, el señorito. Allí nació ella, allí murió su madre el mismo día de su nacimiento y allí murió su padre, reventado a causa del brutal trabajo al que lo sometía el señorito, y que a partir de la muerte de su esposa, narcotizaba con alcohol, los dolores del alma, la soledad y su propia incapacidad para la sublevación. Helena tenía por entonces 13 años de edad. Don Ramón, a sabiendas que la niña no tenía donde ir, le permitió quedarse en la casa a cambio de realizar tareas domésticas y agrícolas. Él se reservaba alguna otra de índole personal. Don Ramón era un hombre rudo, dominante, intransigente, intolerante y poco dado al dialogo con sus servidores. Se hacía lo que él ordenaba y punto. Tenía una gran debilidad, una lujuria enfermiza que ponía en peligro la integridad de aquella preciosa niña. La carne prieta y joven despertaba sus más bajos instintos. El señorito, una semana después del entierro de su casero, comenzó a presentar sus credenciales ante la joven. Muestras excesivas de un cariño afectuoso inexistente. Tocamientos indecorosos. Arremetidas violentas. El primer intento de violación lo impidió gracias a su primera menstruación. La joven Helena, arrinconada y despavorida, ocultaba sus muslos a la mirada de la bestia. El señorito, ante tal contrariedad, y en plena enajenación, comenzó a lanzarle insultos. ¡Eres una guarra! ¡Lávate! ¡Tu madre era mucho más agradecida! ¡Tú serás mucho más puta que ella! ¡Te lo digo yo, se nota en tus ojos de perdida! Antes de cerrar la puerta dijo: “Prepárate, dentro de una semana te quiero para mí” Y dio un portazo…

El portazo pareció despertar a Helena de su pesadilla. Abrió los ojos hasta desencajarlos. La imagen de un Don Ramón implorante, suplicante y con la cabeza cubierta de sangre quedó fijada a su retina.

Frente a ella, un hombre de mediana edad, guapo y elegantemente vestido, le escrutaba con la mirada. No sabía cómo ni cuándo había llegado hasta su compartimento, no obstante, debido a las circunstancias, intentó no darle importancia. Helena agachó la cabeza. Él se levantó, se colocó frente a ella y con voz suave dijo: “Buenas noches señorita. ¿Permite que me siente a su lado?” Helena asintió con la cabeza. Él sacó de su bolsillo un paquete de tabaco, extrajo un cigarrillo, y lo encendió. Dos o tres caladas profundas inundaron el habitáculo con simpáticas volutas de humo. Ella volvió a mostrar su preciosa sonrisa. Momentos después, el hombre estrechaba las manos de la joven entre las suyas. El contacto con su piel produjo en Helena, primero sorpresa y luego una sensación de paz y protección que la tranquilizaron. Así se mantuvieron hasta que el cansancio, en forma de sueño, acudió de nuevo en su rescate.

…los días pasaban lentos, inquietantes, intranquilizadores. La semana había pasado y Helena esperaba con angustia la inminente visita de Don Ramón. Y llegó. El día llegó, pero para sorpresa de ella, de forma muy distinta a como lo esperaba. El señorito cambió la rudeza por falsa cortesía y el insulto por galantería interesada. Parecía una táctica bien diseñada para conseguir el fin deseado. Pudo forzarla pero escogió el engaño como recurso. Helena fue agasajada durante un tiempo hasta dejar de estar en alerta ante el inminente peligro. Un día, estando Helena en su aseo diario, fue sorprendida por Don Ramón. El hombre, a la vista de la apetecible carne, se abalanzó sobre ella y la violó fieramente. La pérdida de la virginidad de la joven se hizo visible en el miembro viril del señorito y en el gesto de dolor reflejado en la cara de ella. No hubo palabras. Tampoco reproches. Solo silencio.

Iban pasando los meses y las visitas de Don Ramón comenzaron a espaciarse. Fue entonces cuando ella se dio cuenta de su terrible dependencia hacia el hombre, fue entonces cuando se dio cuenta que su humillación sexual respondía a su propia necesidad. No, no era amor; era puro deseo y pura pasión por el sexo prohibido y obligado. Ese día, Helena, arrodillada ante él, practicándole la felación demandada, vio en los ojos del hombre el enorme desprecio que sentía por ella. Ahora que todo su cuerpo y todos sus orificios habían sido invadidos por Don Ramón, ahora que todas sus fantasías sexuales habían sido atendidas, ahora ella resultaba prescindible. Helena fue vejada, ultrajada, vencida y ahora despreciada. Pero las cosas no acabarían así. Meses después, ante la presencia de un Don Ramón borracho y contrariado, con sus 18 años cumplidos, Helena dio a luz a su primer hijo. Todo pasó rápido. Él quiso arrancarle al bebé de sus brazos, pero ella, a pesar de su debilidad, se resistía. Sin pensar un solo momento, desenvainó su faca de la funda de cuero, y de un tajo, cortó la cara de la joven Helena. Don Ramón cogió al recién nacido entre sus brazos, rodeó con su mano el cuello del bebé y apretó con fuerza. Instantes después, sin el menor hálito de vida, el niño fue introducido en el interior de un saco de tela. Don Ramón salió de la casa con un destino desconocido. Helena no hacía otra cosa que llorar de dolor y de impotencia.

Ese momento fatídico en su vida separó el ahora del antes en el corazón y la mente de Helena. A partir de ese día la joven cambió su actitud sumisa y complaciente por un plan de venganza. Una vez recuperada físicamente comenzó a engatusar a Don Ramón con insinuaciones más o menos escandalosas y desvergonzadas. Tenía que demostrarle que lo ocurrido era historia pasada, que allí estaba ella, para hacerle feliz y atender todas sus necesidades. Su imaginación le llevó a perfeccionar artes amatorias desconocidas para Don Ramón. Ahora sí, ahora él era un pelele entre sus manos. Había conseguido su propósito.

El azar propició que fuera el mismo día de su 20 cumpleaños el momento para ofrecerle una gran sorpresa a Don Ramón. Preparó una cena al calor de la chimenea. Ella esperaba pacientemente su visita. Cuando el hombre llegó, ella salió a su encuentro ofreciéndole su preciosa sonrisa. Comieron, bebieron, rieron, hicieron el amor y descansaron. Ella dejó que gozara de su primer sueño en su propia cama. Don Ramón despertó con las manos y pies atados. Sus ojos mostraban sorpresa. Helena se acercó, se sentó sobre el vientre de un despavorido Don Ramón, y depositó un beso en su frente. Después escupió sobre su cara. Sacó un martillo escondido entre el colchón, y de un certero golpe, aplastó la frente de Don Ramón. Después vinieron muchos más golpes, tantos, que su cabeza quedó totalmente irreconocible. La sangre tomó presencia en la venganza…

El silbato del tren anunciaba que el viaje se reemprendería de inmediato. Las manos de Helena seguían entre las manos del atractivo desconocido, proporcionándole la misma sensación de sosiego y bienestar interior. Se sentía segura en su compañía. Doce horas después el tren llegaba a su destino. Helena había accedido a acompañar al hombre. Salieron juntos de la estación. Iban cogidos de la mano como dos auténticos enamorados. Hacía un sol radiante. De pronto, como saliendo de la nada, una decena de guardias civiles les rodearon. Ella sintió que el mundo se desmoronaba a sus pies. Jamás pensó que localizarían tan pronto el cadáver de Don Ramón, y mucho menos, que estando tan y tan lejos, iban a necesitar solo 4 días en localizar a su asesino. El hombre que le acompañaba soltó bruscamente sus manos, y de un empujón violento, la lanzó al suelo. En el pequeño desconcierto creado, el hombre, en su desesperación, se puso a correr en dirección a un descampado. Los guardias civiles le esperaban con el fusil en bandolera e hicieron sonar sus armas de fuego. El cuerpo del protector desconocido cayó fulminado cubierto de plomo.

En comisaría, una vez aclaradas las dudas, la dejaron en libertad. Al parecer, era un preso peligroso que se había escapado de una cárcel de máxima seguridad. Solo sé que ese hombre, con peligrosidad o sin ella, durante unas pocas horas, trajo calma y seguridad a la invivible vida de Helena. Y hablando de vida, había mucha en sus ojos, muchas ganas de vivir pero sobre todo muchas ganas de olvidar. Había roto con su pasado; o eso creía, porque en su interior, sin que ella lo supiera, andaba germinando el último regalo de Don Ramón, un regalo que propiciaría que su pasado estuviese siempre presente.



viernes, 6 de noviembre de 2015

El amor que nace, crece y permanece.


 PARTE I

           Al anciano le fue diagnosticada una enfermedad mental grave, un deterioro irreversible en su capacidad para pensar, para ser, sentir, discernir, entender o comunicarse con los demás. Vivía con su esposa, una mujer vital y optimista que padecía serios problemas de movilidad. Tenían 82 años. Él; Juan. Ella; Matilde. Tuvieron tres hijos; todos a cientos de kilómetros. Estaban solos, pero se tenían, se querían y cuidaban como si no hubiese mañana.

Nacieron el mismo día del mismo mes y dentro de la misma ciudad allá por 1933, en los tiempos de la II República Española. Vivieron la Guerra Civil, la Dictadura, la Monarquía y el posterior periodo Democrático. Sus familias padecieron los avatares propios en un largo periodo de convulsión social; hambre y miseria, muerte y persecución. Quizás fuese el azar, o quizás eso que llamamos destino, pero en realidad fueron los hechos, determinados acontecimientos surgidos en sus vidas,  que los acercaron en aquella época negra de la historia. La madre de Juan trabajaba de asistenta en un orfanato aunque ganaba más dinero en sus labores como costurera. Su padre era un trabajador de la tierra, propietario de un pequeño terreno, un labrador vinculado políticamente con la izquierda republicana, un hombre severo que poseía un alto sentido del deber, la solidaridad y el compromiso con los demás. Juan tenía dos hermanos, uno de 10 y otro de 5 años. Ambos murieron en 1937 víctimas del bombardeo indiscriminado del ejército insurgente en su afán por tomar la ciudad. El padre de Matilde era médico, un hombre justo, de fuertes convicciones religiosas, amante del orden y la unidad nacional y militante activo de la derecha política.  Su madre se dedicaba a tareas domésticas. Matilde, hija de padres muy jóvenes, se quedó  huérfana a los 5 años. En diciembre 1938 sus padres fueron ejecutados por el ejército rojo. 

Matilde fue recogida en un orfanato, en el mismo orfanato donde la madre de Juan efectuaba labores de asistenta. Era una niña muy cariñosa, expresiva, vivaracha  y simpática que jamás tuvo el menor problema para relacionarse con otros. A pesar de tener sólo 5 años ayudaba en lo que podía y siempre estaba dispuesta a realizar todo aquello que le fuese encomendado. La madre de Juan se encariñó pronto de ella y cuando averiguó que había nacido el mismo día del mismo mes y del mismo año que su hijo, creyó que todo aquello no podía ser otra cosa que la obra de un destino caprichoso o un presagio divino que la obligaba a hacer lo imposible por cuidarla y protegerla. Pensó en adoptarla pero a la pequeña Matilde, para suerte o desgracia, las monjas que gestionaban el orfanato ya habían marcado una cruz en la casilla de su destino.

Los días pasaban, pasaban las semanas, pasaron meses y la pequeña Matilde seguía en el orfanato. Entre pasillos se comentaba que el matrimonio que pensaba adoptarla la rechazó por mayor, argumentando –según lenguas ajenas- que con una niña de 5 años se corría riesgo elevado para llevar a cabo su educación, bueno, eso, y algo que esas mismas lenguas ajenas comentaban, que las monjas sacaron una tajada económica bastante considerable al sustituir a Matilde por un recién nacido. Las monjas no eran malas, eran monjas, unas religiosas que iban a lo suyo, inescrupulosas básicamente, a las que ni la moral cristiana ni los remilgos les impedían llevar a cabo todo aquello que beneficiara a la Congregación. 

15 de enero de 1939. Domingo. Día poco habitual para ataques militares. Un avión dejaba caer munición pesada sobre determinados objetivos. Uno de ellos cayó sobre el orfanato. El edificio quedó muy afectado, apenas se sostenía sobre unos pilares que clamaban demolición. Murieron 16 niños y 4 monjas. El ataque militar se saldó con más de 40 heridos; Matilde una de ellos. Resultó herida en una pierna. Un cascote de acero le atravesó el fémur. Cuando pudo ser atendida comprobaron que la niña se desangraba. La trasladaron en una carretilla de mano hasta un improvisado hospital de campaña situado a tres manzanas. Allí fue intervenida de urgencia. Sola y sin nadie a quién preocupara su situación, fue la madre de Juan su única y mejor compañía. 

En abril de 1939 acababa la guerra civil española, Matilde había perdido a sus padres y  se había quedado sola en el mundo. También arrastraría una cojera de por vida. En ese mismo mes de abril cumplió los 6 años. Demasiado sufrimiento para un inocente con tan pocos años de vida.

PARTE II

La historia de Juan y Matilde comienza. Una historia no exenta de amor, cariño, risas, llanto, penas, alegrías y mucho sufrimiento. Todo compartido. El padre de Juan tuvo que huir. Le buscaban para apresarlo o quién sabe, quizás para ejecutarlo. La guerra había acabado pero los muertos seguían apareciendo. Los muertos y las persecuciones. La desgracia, el terror, la sangre y la opresión no acabaron en abril del 39 sino que se perpetuaron durante muchísimo tiempo después. La madre de Juan no sabía qué hacer con Matilde, nadie la quería acoger y ella, ahora sin marido y perdido el poco sustento económico que tenía, no podía hacerse cargo de una boca más. Se acordó del “Dios proveerá” promulgado por quién no necesita proveimiento. Se acordó de las monjas del orfanato que, instaladas ya en otro edificio, no quisieron hacerse cargo de la pequeña Matilde. También prescindieron de sus servicios como asistenta. Se acordó de la guerra, de quién las promueve, promulga y consiente. Se acordó de todos los que pudiendo ayudar no quisieron hacerlo. Y entre tantos y tantos recuerdos prometió hacer todo lo posible para sacar a su familia adelante, se prometió a sí misma que en las bocas de esos dos niños habría siempre la comida necesaria, se prometió hacerlo a costa de lo que fuera, de lo que hiciese falta hacer, aunque su dignidad como ser humano tuviese que tomarse un periodo de vacaciones. Pero sabía que era una promesa que no dependía exclusivamente de su decisión sino de su actitud y capacidad para llevarla a cabo. Debería sortear muchos riesgos y evitar todos los peligros que le acecharían ante el menor error. No iba a ser fácil.

En un principio, la madre de Juan fue recorriendo casas y calles enteras ofreciendo sus servicios de costurera. Pero no estaban los tiempos para zurcir y tener que pagar por ello. De momento, comían el fruto de la tierra labrada por su marido, pero de aquel extenso terreno apenas quedaba un pequeño huerto ya exhausto. Las bombas y las batallas campales  habían convertido aquel terreno fértil en tierra yerma. Por aquel tiempo las cartillas de racionamiento y el estraperlo se convirtieron en la mejor moneda de cambio. La madre de Juan pensó arriesgarse y meterse en el oscuro mundo del pillaje y el chanchullo. Ella quería dejar a los niños al margen pero sabía que más pronto que tarde tendrían que ayudarle a llevar a cabo su tarea, y aunque reconocía que no era una tarea buena ni sencilla, no tenía a mano otra mejor, entre otras cosas por la urgencia; el hambre apremiaba. 

Subsistían. Al menos de momento. Habían pasado dos años entre la mendicidad, el embeleco y la ratería. Mientras los niños ponían la mano en busca de una limosna, la madre de Juan se dedicaba a acudir a los centros habilitados para el reparto de alimentos para intentar hacerse con dos panes o dos litros de leche en lugar de uno. Siempre cosas pequeñas mientras en la despensa hubiera lo suficiente para alimentarse, y lo había, incluso para abastecer necesidades de personas más desgraciadas que ellos. Los niños crecían, siempre estaban juntos, protegiéndose el uno al otro. Matilde, estando con Juan, jamás sintió que la minusvalía que le provocaba su pierna le impidiera hacer cualquier cosa, cualquier juego.  En sus rostros apenas se dibujaba la tristeza, a esas edades uno piensa en ser feliz con lo que tiene. Y ellos se tenían.

26 de diciembre de 1945. Una fría noche de invierno. La nevada teñía de blanco la oscuridad de la calle. Dentro de la casa dos mariposas de aceite iluminaban de tristeza y melancolía el hogar. Aquella navidad, al menos en lo aflictivo, no parecía distinta a navidades pasadas.  La madre de Juan llevaba meses sin poder conciliar el sueño. Un duermevela fatigoso y constante amenazaba seriamente su descanso y también su salud. Los niños dormían. Siempre cerca, acurrucados el uno junto al otro, protegiéndose de aquel maldito frío que se les metía en los huesos. De pronto, un golpe seco sobre la puerta, uno solo.  La madre de Juan se inquietó. Dejó pasar un tiempo antes de averiguar quién la golpeaba.  Se asomó en silencio a la ventana y comenzó a mirar a través del cristal. La noche permitía ver con claridad el exterior. Comprobó que unas huellas de pisadas se habían acercado hacia su casa. También comprobó que sobre la blanca nieve se dibujaba un reguero de sangre. A veces el miedo nos hace imprudentes, y ella, de forma decidida, fue directamente a la puerta, giró la llave y quitó los tres pestillos. Encontró a un hombre tumbado en el suelo, ella se agachó y comprobó sus heridas. Parecía una herida de bala en el costado. Ella sabía de heridas, había visto y curado muchas más de las que hubiese querido. No sabía quién era aquél hombre, pero necesitaba ayuda. También sabía que corría un riesgo enorme entrando al herido en casa pero dejarlo dónde estaba también le acarrearía consecuencias. Decidió darle cobijo. Lo arrastró como pudo. Instantes después se oyó el sonido de los tres pestillos. 

La madre de Juan lavó todo su cuerpo y todas sus heridas. La de bala era la más importante. Por suerte, tenía orificio de salida, pero le estaba costando parar aquella hemorragia, aquel sangrado constante. Así estuvo toda la noche, intentando salvar de la muerte a un desconocido. De momento, respiraba, aunque el hombre siguiera inconsciente.

Veinte días después el desconocido se había recuperado. Los niños no paraban de hablar con él, de preguntarle cosas de la guerra o de cómo se vivía en la montaña donde se escondía. Era un hombre afable y cariñoso que no sabía cómo agradecer el bondadoso gesto de curarle, alimentarle y esconderlo, pero tenía que salir de aquella casa porque cada hora que pasaba en ella era un peligro para todos, un peligro que podían pagar con su propia vida, por eso decidió que aquella noche sería la última noche que pasaría en compañía de aquella valerosa mujer y los dos pequeños. A las 22:30 hs. todos dormían, todos a excepción de la madre de Juan, que seguía con sus problemas para conciliar el sueño. Sobre las 1:00 de la madrugada la madre de Juan se acercó al camastro del hombre y se recostó junto a él. Los dos juntos, los dos abrazados, dándose calor, con los ojos cerrados, cobijando esperanzas; dejando pasar las horas.

PARTE III

Los niños acababan de cumplir 15 años. Era el año 1948. El mismo miedo, la  misma hambre y la misma miseria. Únicamente progresaban los delatores, los que señalaban con el dedo cualquier actividad que ellos entendieran como fuera de lo normal. La enemistad vestida de política estaba causando estragos a familias enteras. Con acusaciones fingidas y denuncias falsas fueron muchos los que progresaron económicamente en aquellos tiempos de la sinrazón. Ella, la madre de Juan, por ser esposa de un hombre vinculado con la izquierda republicana, andaba  siempre en el ojo del huracán, en el filo de la navaja. El pequeño terreno agrícola y la casa que poseía eran lo suficientemente golosos para que una mente instalada en la venganza instigara y provocara una alteración de la verdad para obtener beneficio propio. La justicia se inclinaba a creer una mentira expuesta por uno de los suyos que la verdad de alguien a quién no conocía. 

El verano de 1948 resultó trágico. Habían apresado al padre de Juan en la sierra. El derecho procesal no protegía los derechos civiles del individuo, así fue como, tras un juicio sumarísimo que duró apenas dos días, el padre de Juan, sin abogado defensor, fue condenado a muerte como colaborador activo de la República. Una semana después fue ejecutado. La desgracia se cernía sobre la familia. Un mes después a la madre de Juan la sorprendieron robando. El tendero no quiso entender sus motivos y mucho menos sus circunstancias. La retuvo en la tienda y mandó llamar a efectivos del cuartelillo. En el interior de una talega le encontraron dos panes, dos litros de leche y dos paquetes de azúcar, algunas alubias y un poco de arroz. La encarcelaron con el sine die como condición sine qua non, es decir, sin fecha de juicio ni fecha para su liberación. Se quedaría allí hasta que sus guardianes se hartasen de ella. La vejaron, la golpearon y la violaron tantas veces que cuando meses después la madre de Juan fue puesta en libertad lo primero que hizo fue quitarse la vida. Con la razón perdida y ensimismada en su desgracia aquel precipicio se convirtió en su única salida. Juan y Matilde quedaron definitivamente solos. Meses después fueron expropiados la casa y el terreno. Juan y Matilde tuvieron que empezar una nueva vida. Cogieron sus escasas pertenencias y partieron. Nunca más regresaron a aquella ciudad de tan infausto y doloroso recuerdo.

Dura y terrible la historia que dejaron atrás Juan y Matilde en aquella ciudad, aunque ella, la bella Matilde, siempre vital y siempre optimista, pintaba su sonrisa con colores alegres capaces de aliviar cualquier pena, cualquier dolor por muy desagradable o angustioso que resultara. Juan era el fuerte, el joven que la protegía, el enamorado secreto y silencioso, el hermano, el amigo, el todo. Comenzaron a deambular de pueblo en pueblo, buscando paz y sosiego, hartos de ser de ningún sitio, de estar siempre en tierra de nadie. Trabajaban en lo que encontraban, bien fuese a jornal, bien a destajo, siempre a gusto del patrón, que a cambio de unas pesetas, algo de comida y un cuchitril cochambroso, permutaba por la pertenencia en exclusiva de unas manos jóvenes trabajando de sol a sol. Aquella situación de servidumbre y sometimiento duraría algunos años, aún así, ellos no desesperaban, aceptaban con estoicismo los abusos del tirano dominante y callaban. De noche, mirando a las estrellas, juntos y abrazados, soñaban el mundo que deseaban vivir. La luna plena, hermosa y grandiosa, quería poner luz a la oscuridad de su presente. Aquella noche se miraron de forma especial, fue aquella noche, bajo la complicidad y el influjo de una luna mágica, cuando sus callados sentimientos afloraron. No hubo juramentos ni tampoco promesas. El brillo en sus ojos, sus miradas y sus manos entrelazadas. Fue un beso, uno solo, esa fue la firma con la que sellaron un pacto de amor que llevaba mucho tiempo escrito. 

PARTE IV

14 de Diciembre de 1952. Juan y Matilde tenían 19 años. Llevaban dos años residiendo en el mismo lugar. En ese pueblo de la costa almeriense habían encontrado la paz deseada, la calma que buscaban. Las condiciones de trabajo no habían cambiado demasiado pero la sensación de esclavitud ya no era la misma. Matilde trabajaba como ayudante de cocina en la casa de los señores, una familia acomodada de gran raigambre en la zona. Juan lo hacía como peón agrícola en un latifundio propiedad de los mismos señores. Seguían viviendo juntos, pero desde hacía un tiempo habían decidido dormir en camas separadas. Se querían tanto como se respetaban, pero sabían y eran conscientes que contener el deseo sexual y dominar los instintos de atracción les costaba cada vez más esfuerzo.  Era domingo; día de descanso. A las cinco de la tarde se celebraba un baile a beneficio de los ancianos del asilo. La parroquia del pueblo había engalanado la calle principal con guirnaldas y farolillos luminosos. El ayuntamiento repartía vino y bocadillos a los asistentes. La orquesta municipal desgranaba las primeras notas de un pasodoble. 

Entre baile, música, alegría moderada y abundante vino iba transcurriendo la velada. Juan vigilaba los movimientos del señorito, uno de los hijos de su patrón. Los gestos y ademanes eran elocuentes. Parecía estar riéndose y mofándose de la ostensible cojera de Matilde, luciendo desvergüenza en presencia de amigos que reían sus gracias. Juan creyó que era mejor evitar enfrentamientos en los que siempre tendría la de perder. A las 10 de la noche pensaron en  marcharse. Ella se resistía ajena a los acontecimientos. Se divertía, lo estaba pasando bien por primera vez en mucho tiempo y no entendía las prisas de Juan por abandonar aquella pequeña y primera fiesta en su vida. Al final, a regañadientes, accedió. Ella, más contrariada que enojada, acompañaba a Juan pero algunos pasos por detrás. 

Cuando llegaron a la zona de playa Juan creyó oír un sonido extraño. Siguieron caminando. No habían recorrido cien metros cuando tres hombres les rodearon. Uno de ellos, como no, el señorito, el hijo de su patrón. Sin mediar palabra, el más alto y fuerte, armado de un madero, asestó a Juan un duro golpe en la cabeza. Cayó fulminado. La sangre manaba abundante por su rostro y cabeza. Matilde gritó, hincó sus rodillas junto al cuerpo de Juan, y ahí comenzó su calvario. Los tres hombres saltaron sobre ella, arrancaron sus ropas con violencia hasta quedar completamente desnuda. La belleza natural de aquel cuerpo provocó una excitación canalla en los tres  hombres. Juan seguía inconsciente. El primero de ellos, el señorito, uno de los hombres a los que la bella Matilde preparaba la comida todos los días, la forzó sin contemplaciones, de forma violenta, arrancando la dignidad y virginidad de Matilde a través de una eyaculación rápida. La sangre que manaba de la intimidad de Matilde no fue obstáculo para que el segundo de los hombres la penetrara sin piedad. El tercero, asqueado de la mezcla de sangre y esperma, decidió profanar otro orificio, el anal. Colocó a Matilde en posición, y sin la menor piedad la penetró hasta el fondo. Los gritos de Matilde se confundieron con el sonido de cohetes y fuegos artificiales con los que se daba por finalizada la fiesta a beneficio de los ancianos del asilo. Juan comenzó a mover su cuerpo…

PARTE V

El 20 de septiembre de 1959, a la edad de 26 años, Juan y Matilde contrajeron matrimonio en la Iglesia de San Agustín de Cádiz. Atrás quedaron años de vida invivible, insufrible, una vida despreciable cargada de acontecimientos desgraciados que vagaban entre la desmemoria obligada y el olvido consciente. Pero también fueron años donde el amor, su gran amor de toda la vida, forjaría una relación duradera, fuerte e intensa. Habían conseguido cierta estabilidad laboral y económica y creyeron que era el momento de formar una familia. A partir de ese año sus vidas comenzaron a circular por senderos transitables. Tuvieron tres hijos en los 10 años siguientes. Unos hijos a los que cuidaron, educaron y vieron crecer. Unos hijos, que por distintos avatares de la vida, se fueron marchando de casa poco a poco. Uno de ellos, el pequeño, fue el último en hacerlo. Tras un largo periodo de circunnavegación familiar de nuevo quedaron solos, parecía la soledad el denominador común en las vidas de Juan y Matilde, pero se equivoca la soledad, ellos jamás estuvieron solos; ellos se tenían. Se seguían teniendo el uno al otro.

El centro hospitalario recomendó su ingreso urgente en un geriátrico. Juan necesitaba cuidados médicos y atención especializada. A Matilde le conmovía que Juan, su amado compañero y querido esposo, no la reconociera. Lloraba su tristeza a través de  lágrimas internas, pero lamentaba aquel final injusto, no soportaba que el hombre de su vida, rendido por la parálisis de su mente, se mantuviese ajeno a recuerdos comunes, ajeno a un presente siempre cargado de amor. Pero jamás perdió su fuerza vital, jamás se desdibujó la sonrisa de su rostro, había aprendido a masticar la pena con entereza. 

Matilde usaba un andador ortopédico para desplazarse. A pesar de que los dolores en su pierna eran ya insoportables, mucho más grande y más fuerte fueron sus ganas de cuidar a su amor, el dueño absoluto de su corazón y de su vida. Matilde, en sus actuales condiciones y circunstancias, había conseguido que el centro le admitiese. Los días pasaban lentos aunque la vida de Juan se consumía deprisa. Matilde pasaba el tiempo relatándole su historia, la historia común de sus vidas, allí, en la soleada  habitación 101, se pasaban largas horas mirando el ventanal, absortos del mundo, como si estuviesen contemplando la pureza de su amor a través de un mar imaginario. Un día de verano, bajo un atardecer pintado de colores ocres, bajaron al jardín. Se sentaron el uno junto al otro, asidas sus manos, mirándose fijamente a los ojos. Los ojos de Juan lloraban lágrimas que ella enjugó de inmediato: 

¿Por qué lloras? –dijo Matilde-
No lo sé –respondió Juan en un tono más claro del habitual- No te conozco, no sé quién eres, pero creo que me estoy enamorando.

Ella le abrazó. Besó su frente. Acarició su pelo. En ese momento, apoyando la cabeza en su hombro, supo que aquel amor jamás tendría fin.