miércoles, 4 de noviembre de 2015

La manta de cuadros rojos y verdes.



El hombre tenía cara de sufrimiento. No sufría por lo que hacía. Sufría por quién lo hacía. Sufría porque era su amor la persona que viajaba en aquella silla de ruedas, sufría porque ella era su vida, su preciosa esposa, su todo en el mundo, su todo en la vida. Ella, de reconocerse, no merecía saberse en ese estado, verse tan necesitada, tan desprotegida, tan desorientada, tan desconocida. No lamentaba cuidar de su mujer pero tenía el corazón desgarrado por la pena.

Paseaban por el parque. La silla de ruedas avanzaba despacio. Hacía un día espléndido, apacible, con un sol que producía una cálida sensación de bienestar  en aquella tarde de otoño. A pesar de ello, el marido estiró nuevamente la manta de cuadros rojos y verdes con la que cubría las piernas de su esposa. Buscó un banco y se sentó a descansar. Su esposa dormía.

El marido vigilaba el sueño de su esposa. La miraba con embeleso. Podía tirarse horas enteras contemplándola. Él era consciente de que ella podría subsistir sin sus cuidados, sabía de la existencia de centros especializados, los geriátricos, que es como llaman ahora a los asilos, pero moriría de remordimiento antes que dejar en manos ajenas algo tan básico como cuidar al ser que amas. No debieron pasar más de cinco minutos cuando un leve sopor invadió su cuerpo.

Cuando despertó; anochecía. La silla de ruedas no estaba. Se incorporó y comenzó a mirar a un lado y a otro. No había nadie en el parque. El bullicio había dejado paso a un silencio interrumpido por el piar de unos pájaros que buscaban acomodo entre las ramas de los árboles. Pensó en acudir a la comisaría de policía que había cerca de su casa para denunciar la desaparición de su esposa en silla de ruedas. Y comenzó a andar de la forma más apresurada que sus piernas le permitían.

A lo lejos, sobre un puente, creyó ver la silla de ruedas. Estaba parada, quieta, con alguien sentado sobre ella pero sin nadie que la condujera. Distinguió la manta de cuadros rojos y verdes.  Avivó el paso. Andaba y andaba, casi corría, pero la distancia con la silla de ruedas no se acortaba. La desesperación le hizo preso. De pronto, un viento frío, casi huracanado, heló su cuerpo. Pensó en su pobre esposa, impedida, y con sólo aquella manta de cuadros rojos y verdes sobre las piernas. Las lágrimas empañaron sus gafas. Lloraba de dolor y de impotencia por no saber qué estaba sucediendo. Quiso cruzar a la  acera donde se encontraba el puente sin percatarse que un vehículo pasaba veloz en ese mismo instante. El chirriar de frenos no atenuó la consecuencia de un golpe terrible. El cuerpo del hombre volaba por los aires al tiempo que notaba como algo zarandeaba su cuerpo…

¡Despierta! ¡Por dios! ¿Qué te ocurre? –gritaba su joven esposa- El hombre despertó, vio a su esposa junto a él, en la cama, y la besó como nunca antes lo hizo. ¿Por qué lloras? –preguntó ella- No lo sé –respondió el- pero recuérdame que debo deshacerme de esa manta de cuadros rojos y verdes.

3 comentarios:

  1. Está claro: ¡me quieres matar de un infarto!

    Final feliz a fin de cuentas, así que... ¡ganando puntos!

    ResponderEliminar
  2. Está claro: me estoy volviendo blandengue.

    B
    L
    A
    N
    D
    E
    N
    G
    U
    E

    ResponderEliminar
  3. ¡Me encanta lo blando! lo azucarado, lo rosita... jajaja y lo duro, lo amargo y por supuesto lo negro si sale de tu teclado.

    ResponderEliminar