El hombre tenía cara de sufrimiento. No sufría por lo
que hacía. Sufría por quién lo hacía. Sufría porque era su amor la persona que viajaba
en aquella silla de ruedas, sufría porque ella era su vida, su preciosa esposa,
su todo en el mundo, su todo en la vida. Ella, de reconocerse, no merecía saberse
en ese estado, verse tan necesitada, tan desprotegida, tan desorientada, tan
desconocida. No lamentaba cuidar de su mujer pero tenía el corazón desgarrado
por la pena.
Paseaban por el parque. La silla de ruedas avanzaba
despacio. Hacía un día espléndido, apacible, con un sol que producía una cálida
sensación de bienestar en aquella tarde de
otoño. A pesar de ello, el marido estiró nuevamente la manta de cuadros rojos y
verdes con la que cubría las piernas de su esposa. Buscó un banco y se sentó a
descansar. Su esposa dormía.
El marido vigilaba el sueño de su esposa. La miraba
con embeleso. Podía tirarse horas enteras contemplándola. Él era consciente de
que ella podría subsistir sin sus cuidados, sabía de la existencia de centros
especializados, los geriátricos, que es como llaman ahora a los asilos, pero
moriría de remordimiento antes que dejar en manos ajenas algo tan básico como cuidar
al ser que amas. No debieron pasar más de cinco minutos cuando un leve sopor invadió
su cuerpo.
Cuando despertó; anochecía. La silla de ruedas no
estaba. Se incorporó y comenzó a mirar a un lado y a otro. No había nadie en el
parque. El bullicio había dejado paso a un silencio interrumpido por el piar de
unos pájaros que buscaban acomodo entre las ramas de los árboles. Pensó en
acudir a la comisaría de policía que había cerca de su casa para denunciar la
desaparición de su esposa en silla de ruedas. Y comenzó a andar de la forma más
apresurada que sus piernas le permitían.
A lo lejos, sobre un puente, creyó ver la silla de
ruedas. Estaba parada, quieta, con alguien sentado sobre ella pero sin nadie
que la condujera. Distinguió la manta de cuadros rojos y verdes. Avivó el paso. Andaba y andaba, casi corría,
pero la distancia con la silla de ruedas no se acortaba. La desesperación le
hizo preso. De pronto, un viento frío, casi huracanado, heló su cuerpo. Pensó
en su pobre esposa, impedida, y con sólo aquella manta de cuadros rojos y
verdes sobre las piernas. Las lágrimas empañaron sus gafas. Lloraba de dolor y de
impotencia por no saber qué estaba sucediendo. Quiso cruzar a la acera donde se encontraba el puente sin
percatarse que un vehículo pasaba veloz en ese mismo instante. El chirriar de
frenos no atenuó la consecuencia de un golpe terrible. El cuerpo del hombre volaba
por los aires al tiempo que notaba como algo zarandeaba su cuerpo…
¡Despierta! ¡Por dios! ¿Qué te ocurre? –gritaba su
joven esposa- El hombre despertó, vio a su esposa junto a él, en la cama, y la
besó como nunca antes lo hizo. ¿Por qué lloras? –preguntó ella- No lo sé –respondió
el- pero recuérdame que debo deshacerme de esa manta de cuadros rojos y verdes.
Está claro: ¡me quieres matar de un infarto!
ResponderEliminarFinal feliz a fin de cuentas, así que... ¡ganando puntos!
Está claro: me estoy volviendo blandengue.
ResponderEliminarB
L
A
N
D
E
N
G
U
E
¡Me encanta lo blando! lo azucarado, lo rosita... jajaja y lo duro, lo amargo y por supuesto lo negro si sale de tu teclado.
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