Todo comenzó la noche de
un frío día de invierno, mientras esperaban en una pequeña playa almeriense la
llegada de una lancha cargada de hachís.
El Johnny acababa de
cargar el último paquete de droga en su Renault 4. Cogió una carretera
alternativa para llegar a Garrucha, un pueblecito costero, un pueblo tranquilo,
con gentes dedicadas al mar y la agricultura y que disponía hasta de un pequeño
puerto pesquero y deportivo. En una pequeña nave situada a las afueras del
pueblo tenían instalado el centro de operaciones delictivas. El Johnny aparcó el
R-4 en la trasera de la nave. Los cinco ocupantes se bajaron del coche y comenzaron a descargar todos los
paquetes de droga. El Johnny llevaba un peta entre la comisura de los labios y
del que aspiraba de cuando en cuando. La Rocío era su hembra, una moza de
grandes tetas, gran culo y un cerebro
pequeño. Follaba de escándalo. Te cogía la polla y te la dejaba esmirriada en
un plis. Pero la Rocío tenía buenos adentros. Era muy puta y muy viciosa, pero tenía
un corazón que no le cabía en el pecho y un culo que se le salía de las bragas.
Estaba también la Jenny, una morenaza de ojos claros, amiga del tanga visible y
de tetas sueltas, que engatusaba a todo quisqui con un solo movimiento de
cadera. Queda por presentar al “Tarugo” y al “Berza”, el primero, como su apodo
indica, cualquier cosa que le dijeras siempre la pillaba a la última, el “Berza”
no, ese era más listo que nadie para delinquir, pero por si les interesa,
siempre que había cocido de berza se metía entre pecho y espalda 3 o 4 platos
con su correspondiente pringá. (Pringá; véase una mezcla de tocino, magro,
morcilla y chorizo, bien prensadito y que normalmente se comía con trozo de pan
entre los dedos y rebañando el plato).
Hechas las presentaciones,
que cada cual elija, son cinco, además del R-4, la droga y una nave a las
afueras de Garrucha. De momento, la historia transita sobre una actividad
normal, muy recurrente en pequeños pueblos costeros, donde la droga era el
camino más rápido para hacer dinero fácil.
A la mañana siguiente,
sobre las 8:00 hs. el Johnny, el “Berza” y el “Tarugo” salieron con su R-4 a
realizar el reparto a sus camellos habituales. En el radiocasete sonaba “Volando
voy” de Camarón. Que nadie intentara poner una música distinta a la de Camarón,
que nadie se atreviera a pulsar el play, salvo que quisiese tatuarse un agujero
en la frente del calibre 9 mm de la “Beretta” del Johnny. Los tres, con más ganas que tino, se arrancaron
inmediatamente intentando cogerle el compás. Cierto que ponían todo su empeño
pero cierto también que con el empeño no era suficiente. Lo que no conseguía
Camarón con su arte lo conseguían ellos imitándolo; que el ruido de las cuatro
latas del R-4 fuese imperceptible. Cuando llegaron a las inmediaciones de
Mojácar pararon a desayunar. Era una venta antigua, de las de toda la vida, y
tan vacío estaba que no había ni moscas. Tras el café, pidieron unos bocadillos
de tortilla de patatas y unas cuantas cervezas. El dueño sirvió la comanda
rápidamente porque la tortilla de patatas hacía dos días que había sido
cocinada y ni siquiera se molestó en calentarla. Era del pueblo de Garrucha y
conocía a uno de los clientes, concretamente al “Berza”, hijo de un viejo
pescador que fue amigo suyo y compañero de fatigas. Se le notaba nervioso, era
como si quisiera que sus únicos clientes abandonasen su venta lo más pronto
posible. Se metía dentro de la barra, salía, entraba en la cocina, andaba de un
lado para otro hasta que el “Tarugo” lo sorprendió mirando en la parte de atrás
del R-4. El “Tarugo” se levantó como un resorte, se fue para él, y sin mediar
palabra le clavó la faca en el corazón. Toda la faca, la hoja entera, hasta la
empuñadura. Salieron de allí a toda prisa, con el Johnny y el “Berza”
lanzándole insultos al “Tarugo”, que como siempre, iba a su bola. ¡Que no lo
pillaba, vamos! Al entrar en carretera Johnny miró por el retrovisor y vio la
silueta de una mujer con mandil de lunares que salía de la venta. El frenazo
pilló de improviso al “Berza” que a poco se deja los piños en el salpicadero.
El cabezazo del “Tarugo” fue contra la chapa del cuatro latas provocándole una
abolladura redonda perfecta. Con un giro de volante el Johnny puso rumbo de
nuevo a la venta. La mujer ya no estaba, sin duda había huido, la estuvieron
buscando unos minutos, no demasiados por temor a que alguien le diera por querer
comerse un bocadillo de tortilla de patatas rancia y les pillara a ellos allí,
en plena faena y con un muertito desangrado a la entrada que lo estaba poniendo
todo sucísimo. ¡Madre mía! ¡Qué escandalosa es la sangre!
Siguieron el camino como
si la faca del “Tarugo” no hubiese asestado una puñalada mortal al curioso
dueño de la venta. En el radiocasete sonaba “Como el agua”, nada como aquellos
ritmitos buenos para relajarse. Pasaron Mojácar, y un par de kilómetros más
adelante, tomaron un camino de tierra que les llevaría al lugar de encuentro,
una casita abandonada y semiderruida que se encontraba en medio de la nada. Al
llegar, cuatro hombres esperaban. Descargaron la mercancía y metieron en el R-4
una bolsa de Galerías Preciados repleta de billetes. Los maletines aún no se
estilaban.
Ya de regreso a Garrucha,
al pasar por la venta, había un control de la guardia civil. Un par de coches verdes,
una ambulancia y seis picoletos mal encarados pedían la documentación y
preguntaban de dónde veníamos o hacia dónde íbamos. Nos retuvieron media hora,
siempre dentro del coche, hasta que el picoleto de bigote intenso nos hizo
señales de que podíamos marcharnos. El “Tarugo”, antes de pulsar el play del
radiocasete, se santiguó. Era muy cristiano el menda.
Dos días después, la Jenny
puso en conocimiento del Johnny la identidad de la mujer con mandil de lunares.
Era una joven viuda de Garrucha que vivía con su hija en una casita de
pescadores cerca del paseo marítimo. El “Tarugo”, que casi siempre hacía
trampas para perder el sorteo, le tocó
ocuparse del asunto. Ocuparse del asunto, en argot delictivo, significaba que
tenía que darle matarile, o sea, quitarle la vida, matarla, asesinarla.
Veinticuatro horas más tarde los mismos picoletos de la venta habían acordonado
la casita de pescadores donde se encontraba una mujer asesinada. El Johnny, en
compañía de la Rocío, eran dos más de los curiosos arremolinados frente a la
casa. Parecían compungidos por la pena.
El pueblo de Garrucha
había asistido en cuestión de horas a dos asesinatos. Los vecinos comenzaron a
recelar, miraban desconfiados; sospechando los unos de los otros. Unos decían
que todo lo que estaba pasando era obra de gente de Almería que había venido a
vengarse por un negocio turbio con el dueño de la venta. Otros que había sido
un hombre comido por los celos al enterarse del idilio del dueño de la venta
con la cocinera. Hubo quién culpó a la luna y sus efectos nocivos en el sentir de
las personas, que alteraba sus nervios y las volvían locas. Hablaban y
hablaban, temían y temían, pero nunca callaban. Lo acaecido tres días después
sirvió para avivar aún más las especulaciones. La verdad es que en aquel pueblo
nunca pasó nada parecido, ni siquiera en verano que estaba más concurrido, y
los hechos, al menos los hechos, por muy luctuosos que fuesen, les tenían bastante
entretenidos.
El Johnny, la Rocío, la
Jenny, el “Berza” y el “Tarugo” se dieron cita en una especie de pub que habían
abierto recientemente en el pueblo. Lo de pub era una exageración, aquel garito
era un bar de los de siempre, un bar que olía a fritura y sal añeja, al que como
único toque estético le habían apagado las luces. Velas, mariposas en aceite y
la tenue luz de unas lamparillas sobre veladores de aluminio con sillas de
plástico era todo el atrezo. Bueno, otra innovación era la música de una casete
a través de un aparato inmenso. El tipo del bar/pub debía ser seguidor acérrimo
de los “Bee Gees” porque todo el rato sonaron las canciones del “Fiebre del
sábado noche”, la peli de Travolta haciendo de chulito bailarín. Ellos pidieron
una botella de destilerías y crianza, el güisqui Dyc de toda la vida con cinco
vasos de tubo y una cubitera de hielo. El dueño, gentilmente, puso un plato de
duralex repleto de cacahuetes salados sobre la mesa. Con la botella en sus
últimos estertores, ya calentitos y con los efectos del alcohol notándose en
sus lenguas estropajosas, pidieron una segunda botella, a ellos, otra cosa no,
pero les gustaba planear las cosas con la mente clara y despejada.
Una hora más tarde, con todos
paseando por la playa y riéndose abiertamente del frío, se tumbaron sobre la
arena. El Johnny echó la papa cinco minutos más tarde. Decía que los cacahuetes
no le sentaban bien. Lo curioso es que decía eso mientras daba vaivenes de un
lado para otro soltando vómito a diestro y siniestro. El Johnny, con hablar
ininteligible y a ritmo de hipido, le dijo a la Rocío algo que se podía
interpretar como; “Nena, hoy no estoy yo para follar” La pena del Johnny es que
él no estaba para folleteo pero la Rocío estaba que saltaba por las paredes. La
Rocío se levantó la falda, cogió al “Tarugo” y le bajó los pantalones, y antes
de que se persignara un cura loco, se lo estaba follando. Mientras cabalgaba
sobre la polla del “Tarugo” comprobó que el sobrenombre del “Tarugo” le pudo
venir, bien porque jamás se enteraba de nada o por lo que escondía dentro del
calzoncillo. El “Berza” se puso cachondísimo pero la Jenny era mucha Jenny y no
entró al trapo de la lujuria desatada en aquella arena de mar con el Johnny
durmiendo la borrachera bocabajo.
A la mañana siguiente
comenzaron a planear cómo quitarse otro problema surgido. Al parecer, aunque
nadie tenía constancia, la mujer con mandil de lunares se veía a escondidas con
un viudo del pueblo. Lo más normal es que ella le comentara algo al hombre y
posiblemente también a su hija. Los dos debían morir, en caso contrario, su
empresa de delincuencia tenía los días contados. Las dos mujeres, la Rocío y la
Jenny se encargarían del viudo, lo engatusarían, y cuando estuviese preparado
para echarle el polvo del siglo, ¡ZAS! el cuello cortado. El Johnny era el
cerebro pensante, el enlace con el alto mando, y aunque disponía de su
inseparable “Beretta”, no debía involucrarse en trabajos menores, así que el
“Berza” y el “Tarugo” se lo jugaron a los chinos para ver quién de ellos
mandaría al otro barrio a la hija de la cocinera con mandil de lunares. El
“Tarugo” estaba de suerte, su trampa para perder había salido bien. Por lo
tanto, no sólo se había cargado al dueño de la venta y a la cocinera con mandil
de lunares sino que ahora tenía la responsabilidad de matar también a la hija.
Eso pensaba mientras se frotaba las manos, aunque como siempre, cada vez que el
“Tarugo” pensaba, lo hacía en voz alta.
La Jenny se acicaló como
putón verbenero, se retocó hasta el tatuaje del culo, ese que dejaba siempre
visible al agacharse, igual que le pasaba con el tanga. Esta vez se había
puesto un sujetador un par de tallas más pequeñas, así realzaba aún más sus
buenas tetas. Entre eso y el contoneo de caderas el pazguato ya estaba listo
para la sentencia. La Rocío se colocó el cuchillo en el liguero, no iba a ser
ella la autora pero se prestó voluntaria al ver a aquel hombre, que en lugar de
estar llorando la muerte de la mujer a la que había estado cortejando, sólo
pensaba en meterla en caliente. A las 23:00 hs. sonaron los clarines del éxito.
El hombre se había resistido porque el coño de la Jenny se negó a que aquella
cosa flácida entrara en contacto con su cuevecita de placer. Así que, entre el
forcejeo de ella y la baba caída de él, la Rocío llegó por detrás, y de tajo
certero, seccionó la yugular del hombre, un hombre al que no le había dado
tiempo de meterse aquella piltrafa de picha en el calzoncillo. Lavoro
completato. Requiescat in pace.
El “Tarugo” había seguido
a la joven a prudente distancia y sabía que estaba allí, en su casa, en aquella
casita de pescadores cercana al paseo marítimo. Las luces estaban apagadas a
pesar de no ser ni las diez de la noche. La joven no debía tener más de 20
años, no era especialmente atractiva aunque tenía un culo escultural, al menos,
cuando lo llevaba embutido en aquellos pantalones vaqueros. El “Tarugo” se
acercó sigilosamente a la puerta, sacó un manojo de llaves y se puso a
manipular la cerradura. En el quinto intento, el pestillo cedió. Abrió
despacio. Todo estaba a oscuras salvo una tenue luz que provenía del fondo de
la estancia. Aquel halo difuso le sirvió de guía. Allí estaba la joven, en
pelota picada y haciéndose tocamientos por todo el cuerpo. Le pareció una
guarrindonga por cómo se tocaba el coño
y el culo. La erección fue fortuita, un acto reflejo, pero en el fondo, una
excitación incómoda y morbosa sabiendo el “Tarugo” por qué motivo estaba allí.
Pero como él no fue nunca hombre de talento ni pensamiento filosófico, cuando
llegó a la cama ya tenía la polla en la mano. La joven en esos momentos debía
estar pasándolo bien porque no se extrañó demasiado cuando aquella polla penetraba
hasta lo más profundo de su coño. Los vaivenes fueron continuos, ella gemía, él
no, el “Tarugo” bastante tenía con aguantar el dolor porque la joven le
apretaba los huevos con las manos. ¡Suéltame los cojones, so puta! –gritaba él-
¡Fóllame por detrás! –pedía ella- ¡Joder, joder, qué puta me ha salido la
joven! El “Tarugo” que estaba a punto de correrse, no sacó la polla sino la
faca, esperó a descargar hasta la última gota de semen, cuando hubo acabado, ni
un segundo antes, ni un segundo después, le rebanó el pescuezo, que eso de correrse
en el cuerpo de una muerta no era lo suyo.
Los picoletos tuvieron que
pedir refuerzos al puesto de comandancia de Almería porque atender dos nuevos
asesinatos en dos sitios distintos no les era posible. El comandante de puesto
le advirtió que tardarían un poco en llegar, que estaban reparando uno de los
coches. Así que allí estaban ellos otra vez, tres picoletos en un sitio y tres
picoletos en otro. El Gobierno Civil mandó sus condolencias al alcalde y
prometió que enviaría, tan pronto fuera posible, inspectores especiales para
investigar y esclarecer los hechos, porque al paso que vamos –decía- con cuatro
asesinatos en menos de cinco días, iba a convertir al pueblo de Garrucha, a ese
pueblecito costero, ese pueblo tranquilo, con gentes dedicadas al mar y la
agricultura y que disponía hasta de un pequeño puerto pesquero y deportivo, en referencia
morbosa por toda la zona.
El Johnny volvió a reunir
a toda la banda para recoger otro cargamento de hachís. Nuevamente el R-4
cargado hasta los topes. Por el camino, el “Berza”, con permiso del Johnny,
pulsó el pause del casete, la bulería de Camarón dejó de sonar, durante unos
segundos se hizo un silencio interrumpido por una flatulencia del “Tarugo”.
Había comido chorizo. Eso se olía. El Johnny conducía lentamente por una
carretera por donde no pasaban ni los grajos. El “Berza” tomó la palabra; “tenemos
que establecer un plan concienzudo para quitarnos de encima un problema que
puede acabar con nosotros. Escuchad con atención, la hija de la mujer con
mandil de lunares a la que el “Tarugo” dio matarile, resulta que tenía tres amigas íntimas y un medio
novio, es posible, o altamente probable, que todos ellos sepan lo que la madre
de ella vio en la venta, tendremos que hacernos una lista y borrar a todo al
que matemos y no suponga un riesgo, así que, una de las amigas tiene dos
hermanos y sus padres. Son cinco. Otra amiga tiene tres hermanos y su madre
viuda. Otros cinco. La última amiga tiene solo una hermana y vive con sus
padres. Cuatro más. Pero el problema es el medio novio, que ese, además de tener cinco hermanos y vivir con sus padres,
estudia una carrera en la Universidad de Almería. Está en primero, aula 2, y
son 35 alumnos, algunos de ellos amigos íntimos. Eso suma 43 personas. Lo
siento Johnny, pero ¿Cómo vamos a cargarnos a esas 57 personas? El Johnny dio
una calada al peta y dijo; escuchemos a Camarón.
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