martes, 10 de noviembre de 2015

El pasado que regresa.


Acababa de cumplir 20 años. Tenía el aspecto de una mujer de más de 30. Ella, desde niña, supo que su final le había sido predestinado. Se llamaba Helena, con hache, como la de Troya, aunque en su caso, solo era debido a un error ortográfico. Pudo rivalizar en belleza con la espartana si la vida no le hubiera castigado desde tan joven. Pero allí estaba, asumiendo y afrontando con valentía su trágica decisión, haciendo un último esfuerzo para escapar de su desdicha. Cerraba los ojos ante el temor que la tenue luz del vagón despertara en su memoria los últimos recuerdos. Se acurrucaba como podía. Tenía frío. Tiritaba. Oía de cerca el silbato de la vieja locomotora gritando a los cuatro vientos el sentir de su propia decadencia. La caldera de vapor apenas resistía, no podía dar un paso más; parecía agotada. Helena también. Llevaba días deambulando de estación en estación, de destino en destino, sin apenas comida, y el escaso dinero que aún le quedaba, lo había destinado a tomar distancia, alejarse el máximo posible del caserón donde había vivido toda su vida. El sonido de las zapatas de freno sobre la oxidada rueda de hierro emitió un chirriar que le pilló desprevenida. Helena se incorporó del asiento asustada. Sobre el destartalado banco de madera astillada y apolillada había una pequeña maleta con sus escasas pertenencias. Alguna muda interior y poco más. Minutos después, un empleado ferroviario le comunicó la avería de la locomotora, advirtiéndole también, que posiblemente tardarían horas en su reparación. El hombre puso en sus manos una vieja manta de lana para que se protegiera del frío al tiempo que le invitó a que se instalara en un vagón algo más cómodo. Ella accedió, y en compañía de otros viajeros, tomaron el camino que les había sido indicado.

Le ofrecieron una taza de café y un bocadillo que ella agradeció con una leve sonrisa. La sonrisa de Helena era preciosa, iluminaba su cara de tal manera, que apenas resultaba perceptible la cicatriz de su cara. Había sido marcada por el hombre que marcaría su vida para siempre. Y también su destino.

Un pequeño compartimento le sirvió de morada las siguientes horas. Se recostó enfundada en la manta y esperó a que el sueño acudiera en su salvación. Al rato encontró lo que buscaba, quedó dormida, aunque envuelta en una horrible pesadilla; la pesadilla de siempre…
…los padres de Helena eran los caseros del cortijo de Don Ramón; el amo, el dueño, el señorito. Allí nació ella, allí murió su madre el mismo día de su nacimiento y allí murió su padre, reventado a causa del brutal trabajo al que lo sometía el señorito, y que a partir de la muerte de su esposa, narcotizaba con alcohol, los dolores del alma, la soledad y su propia incapacidad para la sublevación. Helena tenía por entonces 13 años de edad. Don Ramón, a sabiendas que la niña no tenía donde ir, le permitió quedarse en la casa a cambio de realizar tareas domésticas y agrícolas. Él se reservaba alguna otra de índole personal. Don Ramón era un hombre rudo, dominante, intransigente, intolerante y poco dado al dialogo con sus servidores. Se hacía lo que él ordenaba y punto. Tenía una gran debilidad, una lujuria enfermiza que ponía en peligro la integridad de aquella preciosa niña. La carne prieta y joven despertaba sus más bajos instintos. El señorito, una semana después del entierro de su casero, comenzó a presentar sus credenciales ante la joven. Muestras excesivas de un cariño afectuoso inexistente. Tocamientos indecorosos. Arremetidas violentas. El primer intento de violación lo impidió gracias a su primera menstruación. La joven Helena, arrinconada y despavorida, ocultaba sus muslos a la mirada de la bestia. El señorito, ante tal contrariedad, y en plena enajenación, comenzó a lanzarle insultos. ¡Eres una guarra! ¡Lávate! ¡Tu madre era mucho más agradecida! ¡Tú serás mucho más puta que ella! ¡Te lo digo yo, se nota en tus ojos de perdida! Antes de cerrar la puerta dijo: “Prepárate, dentro de una semana te quiero para mí” Y dio un portazo…

El portazo pareció despertar a Helena de su pesadilla. Abrió los ojos hasta desencajarlos. La imagen de un Don Ramón implorante, suplicante y con la cabeza cubierta de sangre quedó fijada a su retina.

Frente a ella, un hombre de mediana edad, guapo y elegantemente vestido, le escrutaba con la mirada. No sabía cómo ni cuándo había llegado hasta su compartimento, no obstante, debido a las circunstancias, intentó no darle importancia. Helena agachó la cabeza. Él se levantó, se colocó frente a ella y con voz suave dijo: “Buenas noches señorita. ¿Permite que me siente a su lado?” Helena asintió con la cabeza. Él sacó de su bolsillo un paquete de tabaco, extrajo un cigarrillo, y lo encendió. Dos o tres caladas profundas inundaron el habitáculo con simpáticas volutas de humo. Ella volvió a mostrar su preciosa sonrisa. Momentos después, el hombre estrechaba las manos de la joven entre las suyas. El contacto con su piel produjo en Helena, primero sorpresa y luego una sensación de paz y protección que la tranquilizaron. Así se mantuvieron hasta que el cansancio, en forma de sueño, acudió de nuevo en su rescate.

…los días pasaban lentos, inquietantes, intranquilizadores. La semana había pasado y Helena esperaba con angustia la inminente visita de Don Ramón. Y llegó. El día llegó, pero para sorpresa de ella, de forma muy distinta a como lo esperaba. El señorito cambió la rudeza por falsa cortesía y el insulto por galantería interesada. Parecía una táctica bien diseñada para conseguir el fin deseado. Pudo forzarla pero escogió el engaño como recurso. Helena fue agasajada durante un tiempo hasta dejar de estar en alerta ante el inminente peligro. Un día, estando Helena en su aseo diario, fue sorprendida por Don Ramón. El hombre, a la vista de la apetecible carne, se abalanzó sobre ella y la violó fieramente. La pérdida de la virginidad de la joven se hizo visible en el miembro viril del señorito y en el gesto de dolor reflejado en la cara de ella. No hubo palabras. Tampoco reproches. Solo silencio.

Iban pasando los meses y las visitas de Don Ramón comenzaron a espaciarse. Fue entonces cuando ella se dio cuenta de su terrible dependencia hacia el hombre, fue entonces cuando se dio cuenta que su humillación sexual respondía a su propia necesidad. No, no era amor; era puro deseo y pura pasión por el sexo prohibido y obligado. Ese día, Helena, arrodillada ante él, practicándole la felación demandada, vio en los ojos del hombre el enorme desprecio que sentía por ella. Ahora que todo su cuerpo y todos sus orificios habían sido invadidos por Don Ramón, ahora que todas sus fantasías sexuales habían sido atendidas, ahora ella resultaba prescindible. Helena fue vejada, ultrajada, vencida y ahora despreciada. Pero las cosas no acabarían así. Meses después, ante la presencia de un Don Ramón borracho y contrariado, con sus 18 años cumplidos, Helena dio a luz a su primer hijo. Todo pasó rápido. Él quiso arrancarle al bebé de sus brazos, pero ella, a pesar de su debilidad, se resistía. Sin pensar un solo momento, desenvainó su faca de la funda de cuero, y de un tajo, cortó la cara de la joven Helena. Don Ramón cogió al recién nacido entre sus brazos, rodeó con su mano el cuello del bebé y apretó con fuerza. Instantes después, sin el menor hálito de vida, el niño fue introducido en el interior de un saco de tela. Don Ramón salió de la casa con un destino desconocido. Helena no hacía otra cosa que llorar de dolor y de impotencia.

Ese momento fatídico en su vida separó el ahora del antes en el corazón y la mente de Helena. A partir de ese día la joven cambió su actitud sumisa y complaciente por un plan de venganza. Una vez recuperada físicamente comenzó a engatusar a Don Ramón con insinuaciones más o menos escandalosas y desvergonzadas. Tenía que demostrarle que lo ocurrido era historia pasada, que allí estaba ella, para hacerle feliz y atender todas sus necesidades. Su imaginación le llevó a perfeccionar artes amatorias desconocidas para Don Ramón. Ahora sí, ahora él era un pelele entre sus manos. Había conseguido su propósito.

El azar propició que fuera el mismo día de su 20 cumpleaños el momento para ofrecerle una gran sorpresa a Don Ramón. Preparó una cena al calor de la chimenea. Ella esperaba pacientemente su visita. Cuando el hombre llegó, ella salió a su encuentro ofreciéndole su preciosa sonrisa. Comieron, bebieron, rieron, hicieron el amor y descansaron. Ella dejó que gozara de su primer sueño en su propia cama. Don Ramón despertó con las manos y pies atados. Sus ojos mostraban sorpresa. Helena se acercó, se sentó sobre el vientre de un despavorido Don Ramón, y depositó un beso en su frente. Después escupió sobre su cara. Sacó un martillo escondido entre el colchón, y de un certero golpe, aplastó la frente de Don Ramón. Después vinieron muchos más golpes, tantos, que su cabeza quedó totalmente irreconocible. La sangre tomó presencia en la venganza…

El silbato del tren anunciaba que el viaje se reemprendería de inmediato. Las manos de Helena seguían entre las manos del atractivo desconocido, proporcionándole la misma sensación de sosiego y bienestar interior. Se sentía segura en su compañía. Doce horas después el tren llegaba a su destino. Helena había accedido a acompañar al hombre. Salieron juntos de la estación. Iban cogidos de la mano como dos auténticos enamorados. Hacía un sol radiante. De pronto, como saliendo de la nada, una decena de guardias civiles les rodearon. Ella sintió que el mundo se desmoronaba a sus pies. Jamás pensó que localizarían tan pronto el cadáver de Don Ramón, y mucho menos, que estando tan y tan lejos, iban a necesitar solo 4 días en localizar a su asesino. El hombre que le acompañaba soltó bruscamente sus manos, y de un empujón violento, la lanzó al suelo. En el pequeño desconcierto creado, el hombre, en su desesperación, se puso a correr en dirección a un descampado. Los guardias civiles le esperaban con el fusil en bandolera e hicieron sonar sus armas de fuego. El cuerpo del protector desconocido cayó fulminado cubierto de plomo.

En comisaría, una vez aclaradas las dudas, la dejaron en libertad. Al parecer, era un preso peligroso que se había escapado de una cárcel de máxima seguridad. Solo sé que ese hombre, con peligrosidad o sin ella, durante unas pocas horas, trajo calma y seguridad a la invivible vida de Helena. Y hablando de vida, había mucha en sus ojos, muchas ganas de vivir pero sobre todo muchas ganas de olvidar. Había roto con su pasado; o eso creía, porque en su interior, sin que ella lo supiera, andaba germinando el último regalo de Don Ramón, un regalo que propiciaría que su pasado estuviese siempre presente.



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