PARTE I
Al anciano le fue diagnosticada una
enfermedad mental grave, un deterioro irreversible en su capacidad para pensar,
para ser, sentir, discernir, entender o comunicarse con los demás. Vivía con su
esposa, una mujer vital y optimista que padecía serios problemas de movilidad.
Tenían 82 años. Él; Juan. Ella; Matilde. Tuvieron tres hijos; todos a cientos
de kilómetros. Estaban solos, pero se tenían, se querían y cuidaban como si no
hubiese mañana.
Nacieron el mismo día del mismo mes y
dentro de la misma ciudad allá por 1933, en los tiempos de la II República
Española. Vivieron la Guerra Civil, la Dictadura, la Monarquía y el posterior
periodo Democrático. Sus familias padecieron los avatares propios en un largo
periodo de convulsión social; hambre y miseria, muerte y persecución. Quizás fuese
el azar, o quizás eso que llamamos destino, pero en realidad fueron los hechos,
determinados acontecimientos surgidos en sus vidas, que los acercaron en aquella época negra de la
historia. La madre de Juan trabajaba de asistenta en un orfanato aunque ganaba más
dinero en sus labores como costurera. Su padre era un trabajador de la tierra, propietario
de un pequeño terreno, un labrador vinculado políticamente con la izquierda
republicana, un hombre severo que poseía un alto sentido del deber, la
solidaridad y el compromiso con los demás. Juan tenía dos hermanos, uno de 10 y
otro de 5 años. Ambos murieron en 1937 víctimas del bombardeo indiscriminado
del ejército insurgente en su afán por tomar la ciudad. El padre de Matilde era
médico, un hombre justo, de fuertes convicciones religiosas, amante del orden y
la unidad nacional y militante activo de la derecha política. Su madre se dedicaba a tareas domésticas. Matilde,
hija de padres muy jóvenes, se quedó huérfana
a los 5 años. En diciembre 1938 sus padres fueron ejecutados por el ejército
rojo.
Matilde fue recogida en un orfanato,
en el mismo orfanato donde la madre de Juan efectuaba labores de asistenta. Era
una niña muy cariñosa, expresiva, vivaracha y simpática que jamás tuvo el menor problema
para relacionarse con otros. A pesar de tener sólo 5 años ayudaba en lo que
podía y siempre estaba dispuesta a realizar todo aquello que le fuese
encomendado. La madre de Juan se encariñó pronto de ella y cuando averiguó que
había nacido el mismo día del mismo mes y del mismo año que su hijo, creyó que todo
aquello no podía ser otra cosa que la obra de un destino caprichoso o un
presagio divino que la obligaba a hacer lo imposible por cuidarla y protegerla.
Pensó en adoptarla pero a la pequeña Matilde, para suerte o desgracia, las
monjas que gestionaban el orfanato ya habían marcado una cruz en la casilla de su
destino.
Los días pasaban, pasaban las semanas,
pasaron meses y la pequeña Matilde seguía en el orfanato. Entre pasillos se
comentaba que el matrimonio que pensaba adoptarla la rechazó por mayor,
argumentando –según lenguas ajenas- que con una niña de 5 años se corría riesgo
elevado para llevar a cabo su educación, bueno, eso, y algo que esas mismas
lenguas ajenas comentaban, que las monjas sacaron una tajada económica bastante
considerable al sustituir a Matilde por un recién nacido. Las monjas no eran
malas, eran monjas, unas religiosas que iban a lo suyo, inescrupulosas básicamente,
a las que ni la moral cristiana ni los remilgos les impedían llevar a cabo todo
aquello que beneficiara a la Congregación.
15 de enero de 1939. Domingo. Día
poco habitual para ataques militares. Un avión dejaba caer munición pesada
sobre determinados objetivos. Uno de ellos cayó sobre el orfanato. El edificio
quedó muy afectado, apenas se sostenía sobre unos pilares que clamaban
demolición. Murieron 16 niños y 4 monjas. El ataque militar se saldó con más de
40 heridos; Matilde una de ellos. Resultó herida en una pierna. Un cascote de
acero le atravesó el fémur. Cuando pudo ser atendida comprobaron que la niña se
desangraba. La trasladaron en una carretilla de mano hasta un improvisado
hospital de campaña situado a tres manzanas. Allí fue intervenida de urgencia. Sola
y sin nadie a quién preocupara su situación, fue la madre de Juan su única y
mejor compañía.
En abril de 1939 acababa la guerra
civil española, Matilde había perdido a sus padres y se había quedado sola en el mundo. También arrastraría
una cojera de por vida. En ese mismo mes de abril cumplió los 6 años. Demasiado
sufrimiento para un inocente con tan pocos años de vida.
PARTE II
La historia de Juan y Matilde
comienza. Una historia no exenta de amor, cariño, risas, llanto, penas,
alegrías y mucho sufrimiento. Todo compartido. El padre de Juan tuvo que huir.
Le buscaban para apresarlo o quién sabe, quizás para ejecutarlo. La guerra
había acabado pero los muertos seguían apareciendo. Los muertos y las
persecuciones. La desgracia, el terror, la sangre y la opresión no acabaron en
abril del 39 sino que se perpetuaron durante muchísimo tiempo después. La madre
de Juan no sabía qué hacer con Matilde, nadie la quería acoger y ella, ahora
sin marido y perdido el poco sustento económico que tenía, no podía hacerse
cargo de una boca más. Se acordó del “Dios proveerá” promulgado por quién no
necesita proveimiento. Se acordó de las monjas del orfanato que, instaladas ya
en otro edificio, no quisieron hacerse cargo de la pequeña Matilde. También prescindieron
de sus servicios como asistenta. Se acordó de la guerra, de quién las promueve,
promulga y consiente. Se acordó de todos los que pudiendo ayudar no quisieron hacerlo.
Y entre tantos y tantos recuerdos prometió hacer todo lo posible para sacar a
su familia adelante, se prometió a sí misma que en las bocas de esos dos niños habría
siempre la comida necesaria, se prometió hacerlo a costa de lo que fuera, de lo
que hiciese falta hacer, aunque su dignidad como ser humano tuviese que tomarse
un periodo de vacaciones. Pero sabía que era una promesa que no dependía exclusivamente
de su decisión sino de su actitud y capacidad para llevarla a cabo. Debería
sortear muchos riesgos y evitar todos los peligros que le acecharían ante el
menor error. No iba a ser fácil.
En un principio, la madre de Juan fue
recorriendo casas y calles enteras ofreciendo sus servicios de costurera. Pero
no estaban los tiempos para zurcir y tener que pagar por ello. De momento,
comían el fruto de la tierra labrada por su marido, pero de aquel extenso
terreno apenas quedaba un pequeño huerto ya exhausto. Las bombas y las batallas
campales habían convertido aquel terreno
fértil en tierra yerma. Por aquel tiempo las cartillas de racionamiento y el
estraperlo se convirtieron en la mejor moneda de cambio. La madre de Juan pensó
arriesgarse y meterse en el oscuro mundo del pillaje y el chanchullo. Ella
quería dejar a los niños al margen pero sabía que más pronto que tarde tendrían
que ayudarle a llevar a cabo su tarea, y aunque reconocía que no era una tarea buena
ni sencilla, no tenía a mano otra mejor, entre otras cosas por la urgencia; el
hambre apremiaba.
Subsistían. Al menos de momento.
Habían pasado dos años entre la mendicidad, el embeleco y la ratería. Mientras
los niños ponían la mano en busca de una limosna, la madre de Juan se dedicaba
a acudir a los centros habilitados para el reparto de alimentos para intentar
hacerse con dos panes o dos litros de leche en lugar de uno. Siempre cosas
pequeñas mientras en la despensa hubiera lo suficiente para alimentarse, y lo
había, incluso para abastecer necesidades de personas más desgraciadas que
ellos. Los niños crecían, siempre estaban juntos, protegiéndose el uno al otro.
Matilde, estando con Juan, jamás sintió que la minusvalía que le provocaba su
pierna le impidiera hacer cualquier cosa, cualquier juego. En sus rostros apenas se dibujaba la
tristeza, a esas edades uno piensa en ser feliz con lo que tiene. Y ellos se
tenían.
26 de diciembre de 1945. Una fría
noche de invierno. La nevada teñía de blanco la oscuridad de la calle. Dentro
de la casa dos mariposas de aceite iluminaban de tristeza y melancolía el
hogar. Aquella navidad, al menos en lo aflictivo, no parecía distinta a
navidades pasadas. La madre de Juan
llevaba meses sin poder conciliar el sueño. Un duermevela fatigoso y constante
amenazaba seriamente su descanso y también su salud. Los niños dormían. Siempre
cerca, acurrucados el uno junto al otro, protegiéndose de aquel maldito frío
que se les metía en los huesos. De pronto, un golpe seco sobre la puerta, uno
solo. La madre de Juan se inquietó. Dejó
pasar un tiempo antes de averiguar quién la golpeaba. Se asomó en silencio a la ventana y comenzó a
mirar a través del cristal. La noche permitía ver con claridad el exterior. Comprobó
que unas huellas de pisadas se habían acercado hacia su casa. También comprobó
que sobre la blanca nieve se dibujaba un reguero de sangre. A veces el miedo
nos hace imprudentes, y ella, de forma decidida, fue directamente a la puerta,
giró la llave y quitó los tres pestillos. Encontró a un hombre tumbado en el
suelo, ella se agachó y comprobó sus heridas. Parecía una herida de bala en el
costado. Ella sabía de heridas, había visto y curado muchas más de las que
hubiese querido. No sabía quién era aquél hombre, pero necesitaba ayuda.
También sabía que corría un riesgo enorme entrando al herido en casa pero
dejarlo dónde estaba también le acarrearía consecuencias. Decidió darle cobijo.
Lo arrastró como pudo. Instantes después se oyó el sonido de los tres
pestillos.
La madre de Juan lavó todo su cuerpo
y todas sus heridas. La de bala era la más importante. Por suerte, tenía
orificio de salida, pero le estaba costando parar aquella hemorragia, aquel
sangrado constante. Así estuvo toda la noche, intentando salvar de la muerte a
un desconocido. De momento, respiraba, aunque el hombre siguiera inconsciente.
Veinte días después el desconocido se
había recuperado. Los niños no paraban de hablar con él, de preguntarle cosas
de la guerra o de cómo se vivía en la montaña donde se escondía. Era un hombre
afable y cariñoso que no sabía cómo agradecer el bondadoso gesto de curarle,
alimentarle y esconderlo, pero tenía que salir de aquella casa porque cada hora
que pasaba en ella era un peligro para todos, un peligro que podían pagar con
su propia vida, por eso decidió que aquella noche sería la última noche que
pasaría en compañía de aquella valerosa mujer y los dos pequeños. A las 22:30
hs. todos dormían, todos a excepción de la madre de Juan, que seguía con sus
problemas para conciliar el sueño. Sobre las 1:00 de la madrugada la madre de
Juan se acercó al camastro del hombre y se recostó junto a él. Los dos juntos,
los dos abrazados, dándose calor, con los ojos cerrados, cobijando esperanzas; dejando
pasar las horas.
PARTE III
Los niños acababan de cumplir 15
años. Era el año 1948. El mismo miedo, la
misma hambre y la misma miseria. Únicamente progresaban los delatores,
los que señalaban con el dedo cualquier actividad que ellos entendieran como
fuera de lo normal. La enemistad vestida de política estaba causando estragos a
familias enteras. Con acusaciones fingidas y denuncias falsas fueron muchos los
que progresaron económicamente en aquellos tiempos de la sinrazón. Ella, la
madre de Juan, por ser esposa de un hombre vinculado con la izquierda
republicana, andaba siempre en el ojo
del huracán, en el filo de la navaja. El pequeño terreno agrícola y la casa que
poseía eran lo suficientemente golosos para que una mente instalada en la
venganza instigara y provocara una alteración de la verdad para obtener
beneficio propio. La justicia se inclinaba a creer una mentira expuesta por uno
de los suyos que la verdad de alguien a quién no conocía.
El verano de 1948 resultó trágico.
Habían apresado al padre de Juan en la sierra. El derecho procesal no protegía
los derechos civiles del individuo, así fue como, tras un juicio sumarísimo que
duró apenas dos días, el padre de Juan, sin abogado defensor, fue condenado a
muerte como colaborador activo de la República. Una semana después fue
ejecutado. La desgracia se cernía sobre la familia. Un mes después a la madre
de Juan la sorprendieron robando. El tendero no quiso entender sus motivos y
mucho menos sus circunstancias. La retuvo en la tienda y mandó llamar a
efectivos del cuartelillo. En el interior de una talega le encontraron dos
panes, dos litros de leche y dos paquetes de azúcar, algunas alubias y un poco
de arroz. La encarcelaron con el sine die como condición sine qua non, es
decir, sin fecha de juicio ni fecha para su liberación. Se quedaría allí hasta
que sus guardianes se hartasen de ella. La vejaron, la golpearon y la violaron
tantas veces que cuando meses después la madre de Juan fue puesta en libertad
lo primero que hizo fue quitarse la vida. Con la razón perdida y ensimismada en
su desgracia aquel precipicio se convirtió en su única salida. Juan y Matilde
quedaron definitivamente solos. Meses después fueron expropiados la casa y el
terreno. Juan y Matilde tuvieron que empezar una nueva vida. Cogieron sus
escasas pertenencias y partieron. Nunca más regresaron a aquella ciudad de tan infausto
y doloroso recuerdo.
Dura y terrible la historia que
dejaron atrás Juan y Matilde en aquella ciudad, aunque ella, la bella Matilde,
siempre vital y siempre optimista, pintaba su sonrisa con colores alegres capaces
de aliviar cualquier pena, cualquier dolor por muy desagradable o angustioso que
resultara. Juan era el fuerte, el joven que la protegía, el enamorado secreto y
silencioso, el hermano, el amigo, el todo. Comenzaron a deambular de pueblo en
pueblo, buscando paz y sosiego, hartos de ser de ningún sitio, de estar siempre
en tierra de nadie. Trabajaban en lo que encontraban, bien fuese a jornal, bien
a destajo, siempre a gusto del patrón, que a cambio de unas pesetas, algo de
comida y un cuchitril cochambroso, permutaba por la pertenencia en exclusiva de
unas manos jóvenes trabajando de sol a sol. Aquella situación de servidumbre y
sometimiento duraría algunos años, aún así, ellos no desesperaban, aceptaban
con estoicismo los abusos del tirano dominante y callaban. De noche, mirando a
las estrellas, juntos y abrazados, soñaban el mundo que deseaban vivir. La luna
plena, hermosa y grandiosa, quería poner luz a la oscuridad de su presente.
Aquella noche se miraron de forma especial, fue aquella noche, bajo la
complicidad y el influjo de una luna mágica, cuando sus callados sentimientos
afloraron. No hubo juramentos ni tampoco promesas. El brillo en sus ojos, sus
miradas y sus manos entrelazadas. Fue un beso, uno solo, esa fue la firma con
la que sellaron un pacto de amor que llevaba mucho tiempo escrito.
PARTE IV
14 de Diciembre de 1952. Juan y
Matilde tenían 19 años. Llevaban dos años residiendo en el mismo lugar. En ese
pueblo de la costa almeriense habían encontrado la paz deseada, la calma que
buscaban. Las condiciones de trabajo no habían cambiado demasiado pero la
sensación de esclavitud ya no era la misma. Matilde trabajaba como ayudante de
cocina en la casa de los señores, una familia acomodada de gran raigambre en la
zona. Juan lo hacía como peón agrícola en un latifundio propiedad de los mismos
señores. Seguían viviendo juntos, pero desde hacía un tiempo habían decidido
dormir en camas separadas. Se querían tanto como se respetaban, pero sabían y
eran conscientes que contener el deseo sexual y dominar los instintos de
atracción les costaba cada vez más esfuerzo.
Era domingo; día de descanso. A las cinco de la tarde se celebraba un
baile a beneficio de los ancianos del asilo. La parroquia del pueblo había
engalanado la calle principal con guirnaldas y farolillos luminosos. El
ayuntamiento repartía vino y bocadillos a los asistentes. La orquesta municipal
desgranaba las primeras notas de un pasodoble.
Entre baile, música, alegría moderada
y abundante vino iba transcurriendo la velada. Juan vigilaba los movimientos
del señorito, uno de los hijos de su patrón. Los gestos y ademanes eran
elocuentes. Parecía estar riéndose y mofándose de la ostensible cojera de
Matilde, luciendo desvergüenza en presencia de amigos que reían sus gracias.
Juan creyó que era mejor evitar enfrentamientos en los que siempre tendría la
de perder. A las 10 de la noche pensaron en marcharse. Ella se resistía ajena a
los acontecimientos. Se divertía, lo estaba pasando bien por primera vez en
mucho tiempo y no entendía las prisas de Juan por abandonar aquella pequeña y
primera fiesta en su vida. Al final, a regañadientes, accedió. Ella, más
contrariada que enojada, acompañaba a Juan pero algunos pasos por detrás.
Cuando llegaron a la zona de playa Juan creyó oír un sonido extraño. Siguieron
caminando. No habían recorrido cien metros cuando tres hombres les rodearon. Uno
de ellos, como no, el señorito, el hijo de su patrón. Sin mediar palabra, el
más alto y fuerte, armado de un madero, asestó a Juan un duro golpe en la
cabeza. Cayó fulminado. La sangre manaba abundante por su rostro y cabeza.
Matilde gritó, hincó sus rodillas junto al cuerpo de Juan, y ahí comenzó su
calvario. Los tres hombres saltaron sobre ella, arrancaron sus ropas con
violencia hasta quedar completamente desnuda. La belleza natural de aquel
cuerpo provocó una excitación canalla en los tres hombres. Juan seguía inconsciente. El primero
de ellos, el señorito, uno de los hombres a los que la bella Matilde preparaba
la comida todos los días, la forzó sin contemplaciones, de forma violenta,
arrancando la dignidad y virginidad de Matilde a través de una eyaculación
rápida. La sangre que manaba de la intimidad de Matilde no fue obstáculo para
que el segundo de los hombres la penetrara sin piedad. El tercero, asqueado de la
mezcla de sangre y esperma, decidió profanar otro orificio, el anal. Colocó a
Matilde en posición, y sin la menor piedad la penetró hasta el fondo. Los
gritos de Matilde se confundieron con el sonido de cohetes y fuegos
artificiales con los que se daba por finalizada la fiesta a beneficio de los
ancianos del asilo. Juan comenzó a mover su cuerpo…
PARTE V
El 20 de septiembre de 1959, a la
edad de 26 años, Juan y Matilde contrajeron matrimonio en la Iglesia de San
Agustín de Cádiz. Atrás quedaron años de vida invivible, insufrible, una vida
despreciable cargada de acontecimientos desgraciados que vagaban entre la desmemoria
obligada y el olvido consciente. Pero también fueron años donde el amor, su
gran amor de toda la vida, forjaría una relación duradera, fuerte e intensa.
Habían conseguido cierta estabilidad laboral y económica y creyeron que era el
momento de formar una familia. A partir de ese año sus vidas comenzaron a circular
por senderos transitables. Tuvieron tres hijos en los 10 años siguientes. Unos
hijos a los que cuidaron, educaron y vieron crecer. Unos hijos, que por
distintos avatares de la vida, se fueron marchando de casa poco a poco. Uno de
ellos, el pequeño, fue el último en hacerlo. Tras un largo periodo de circunnavegación
familiar de nuevo quedaron solos, parecía la soledad el denominador común en
las vidas de Juan y Matilde, pero se equivoca la soledad, ellos jamás
estuvieron solos; ellos se tenían. Se seguían teniendo el uno al otro.
El centro hospitalario recomendó su
ingreso urgente en un geriátrico. Juan necesitaba cuidados médicos y atención
especializada. A Matilde le conmovía que Juan, su amado compañero y querido
esposo, no la reconociera. Lloraba su tristeza a través de lágrimas internas, pero lamentaba aquel final
injusto, no soportaba que el hombre de su vida, rendido por la parálisis de su
mente, se mantuviese ajeno a recuerdos comunes, ajeno a un presente siempre cargado
de amor. Pero jamás perdió su fuerza vital, jamás se desdibujó la sonrisa de su
rostro, había aprendido a masticar la pena con entereza.
Matilde usaba un andador ortopédico
para desplazarse. A pesar de que los dolores en su pierna eran ya
insoportables, mucho más grande y más fuerte fueron sus ganas de cuidar a su amor,
el dueño absoluto de su corazón y de su vida. Matilde, en sus actuales
condiciones y circunstancias, había conseguido que el centro le admitiese. Los
días pasaban lentos aunque la vida de Juan se consumía deprisa. Matilde pasaba el tiempo relatándole su historia, la historia común de sus vidas, allí, en
la soleada habitación 101, se pasaban
largas horas mirando el ventanal, absortos del mundo, como si estuviesen contemplando la pureza de su
amor a través de un mar imaginario. Un día de verano, bajo un atardecer pintado
de colores ocres, bajaron al jardín. Se sentaron el uno junto al otro, asidas
sus manos, mirándose fijamente a los ojos. Los ojos de Juan lloraban lágrimas
que ella enjugó de inmediato:
¿Por qué lloras? –dijo Matilde-
No lo sé –respondió Juan en un tono
más claro del habitual- No te conozco, no sé quién eres, pero creo que me estoy
enamorando.
Ella le abrazó. Besó su frente. Acarició su pelo. En ese
momento, apoyando la cabeza en su hombro, supo que aquel amor jamás tendría
fin.
Absolutamente MAGISTRAL!!!
ResponderEliminar... "Y quien diga que todo fuego se apaga, tarde o temprano, se equivoca: hay pasiones que son incendios hasta que las ahoga el destino de un zarpazo y aún así, quedan brasas calientes listas para arder apenas se les da oxígeno..."
Isabel Allende
Saludos desde una soleada playa...
Magistral es un adjetivo demasiado grande, voluntarioso se acomoda mejor.
ResponderEliminarSea como sea, se agradece bastante.
Un saludo.
Pues si este texto, a ti solo te parece "voluntarioso", voy a tener que prohibirte la entrada a mi blog, pues mis entradas te pareceran... prefiero ni calificarlo, no sea que me pase a -lo grande-
ResponderEliminarBuen día.
Bueno, sabes que suelo complicarme la existencia al escribir mis relatos, no soy agradable de leer porque en demasiadas ocasiones mis textos acaban en el absurdo o en tragedia. Trato de escribir como mejor puedo o entiendo, tú como escritora sabes que no es fácil plasmar en un folio lo que sentimos, es cierto, y puede que no esté bien visto que sea yo quién lo diga, que algunos relatos -entre los muchos que he escrito- me han quedado (+ o -) cuadrados desde el punto de vista del argumento en relación con los protagonistas, pero de ahí a magistral median abismos, aunque agrade que alguien lo vea y lo sienta desde otra perspectiva.
ResponderEliminarA ver, las entradas de tu blog me parecen como oleadas de aire fresco, y eso, a un amigo, no se le puede negar.
Un saludo.