Fue un roce fortuito; sin
intención. Un beso, un gesto habitual entre amigos que se saludan. Ninguno lo
buscamos, ni María ni yo, eso se nota, quizás solo fue un simple error en
nuestros movimientos. Pero así pasó,
para qué más vueltas, tampoco era el fin del mundo. La miré para disculparme
pero callé al comprobar cierto rubor en sus mejillas. Yo también andaba algo
acalorado. Cuando sus labios acariciaron levemente los míos un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo. La conocía desde
siempre, desde la infancia, y jamás pensé que el leve contacto de esos labios martilleara
de aquella manera mi corazón. Aquella noche no hice otra cosa que pensar en
ella y en cómo sería tener sus labios entre los míos; eternamente.
Era sábado. 09:45 hs de la
noche. Habíamos quedado para cenar en una pizzería del centro. Lo hacíamos una
vez al mes. No me parecía mal, pero intuía que algunos de los asistentes eran
remisos a perpetuar una amistad que, salvo por recuerdos compartidos, apenas se
sostenía. Mesa para nueve. Cinco chicas y cuatro chicos, todos entre los 26 y 30
años. Todos guapísimos, bien aseados y oliendo a fragancias variadas. Unas
cervezas, algunas copas de vino, lambrusco, agua con gas, y la comida; tres
tipos de pizza, tres platos de ñoquis, otros tres de espaguetis y tres
ensaladas, todo a compartir. Durante la cena se habló de muchas cosas, quizás
demasiadas, y todas ellas insustanciales, o al menos me lo parecieron. Pasamos
de los postres y fuimos directamente a los chupitos de amaretto, licor de
hierbas, pacharán, tequila, bourbon y limoncello. Repetir chupito fue siempre
un acto de justicia con la buena digestión. Y nosotros otra cosa no, pero a
justos no nos ganaba nadie. Siempre brindábamos y siempre el mismo manifiesto:
“¡Por la salud, que belleza nos sobra!”. Ya con el segundo chupito en la mano,
y decididos a partir de inmediato hacia la discoteca, sentí miradas nuevas, miradas
desconocidas hasta ese día, un cruce de ojos entre ambos, señales evidentes de
que aquella noche podía ser una noche especial, la sensación de que podía pasar
algo distinto a todas las anteriores, de hecho, aunque solo fuera por eso, ya
estaba siendo una noche distinta.
La discoteca a la que
íbamos no quedaba lejos, la verdad es que tampoco era nada especial, nada del otro mundo, siempre
tranquila, poca gente y sin apenas altercados. Nos gustaba por la música. El disyóquey
era un disyóquey no un deejay de esos
que matan la sensibilidad auditiva a base de ruidos. Ponían música normal,
rítmica, y no había que descoyuntarse para marcarte unos bailes, aunque claro,
entre nosotros también había lo que podíamos denominar como “list of favorite
dance”, porque algunos, yo entre ellos, -la verdad sea dicha- dábamos tres
pasos y nos caíamos dos veces. Así que, sin más dilación ni más chupitos,
emprendimos el camino mientras compartíamos algún cigarrito de la risa. Miré el
reloj y eran las 12hs de la noche.
Una vez en el interior de
la discoteca buscamos una mesa que estuviese lo más alejada posible de una
columna de sonido. Nos gustaba hablar mientras bebíamos o tarareábamos alguna
canción. En ese momento sonaba el “Let Me Be Your Lover” de Enrique Iglesias y
Pitbull. Una horterada tan buena para la ocasión como tantas otras. Queríamos divertirnos, bailar, beber,
dejar pasar las horas entre risas y buen rollo para después llegar a casa -bien
entrada la madrugada- y caer en la cama rendidos. Por eso no me gustaba
demasiado aquellos encuentros, porque siempre me parecieron infructuosos,
porque siempre hacíamos lo previsible y porque estaba harto de que nunca
ocurriera nada más allá del siempre lo mismo. Entre copa y copa y canción y
canción, María se me iba haciendo cada vez más bella, más irresistible, más
deseable.
A pesar de mi habitual sosería
danzarina, invité a todos a la pista de baile para unirse al festín musical que
el disyóquey nos regalaba. Los altavoces gritaban canciones de Gloria Gaynor,
Barry White, Donna Summer, Barry Manilow, Bee Gees, Abba y hasta alguna de
Raphael, la Carrá o el mismísimo Georgie Dann. No sé qué pasaba, pero cuando
aquellos viejos temas sonaban, todo el mundo salía a la pista para Travoltear
como si del “Saturday Night Fever” se tratara. Contoneo de caderas, movimientos
pélvicos, brazos arriba y abajo, yo sin el menor ritmo ni cadencia, piernas
buscando compás, pasitos adelante, laterales y pasitos hacia atrás. Todo muy
íntimo, todo muy personal, todo muy cómico, salvo honrosas excepciones. Lo
pasábamos bien pero el consumo de copas comenzaba ya a clamar venganza.
Me dirigí al cuarto de
baño medio cegado por luces destellantes. Allí estaba María,
esperando turno. La invité a salir fuera a fumar un cigarrillo. Declinó mi
ofrecimiento con una respuesta tan inesperada que paralizó por completo mi
imaginación más calenturienta.
Entra conmigo, fumemos en el baño...
Yo la seguí.
Los primeros besos, algo precipitados,
impregnados en alcohol y pasión. Los segundos dejaron paso a unas lenguas
atrevidas que jugueteaban entre sí. Mis manos acariciaban sus senos. Las suyas
mis genitales. Me bajé los pantalones. Subí su vestido. Y con una arremetida casi
violenta aparté de mi cabeza cualquier atisbo de romanticismo. Sexo animal alejado
de personas que jamás habían rozado sus cuerpos. Todo fue muy rápido, quizás
demasiado rápido y posiblemente escasamente placentero. Ella miraba de forma distinta,
de una manera tan especial que no sabía si eso era bueno o malo. Sus preciosos
ojos negros brillaban como nunca.
Al regresar del baño
sonaba la versión de “Tombe la Neige” de Garik Sukachov. Nunca supe por qué,
pero aquella canción, con aquella voz quebrada, me estremecía. Agarré a María
por la cintura y la abracé. La conduje hacia la pista y la bailamos, con nuestros
labios juntos y sin movernos un centímetro. Aquella fue la última
canción de nuestra noche, una canción que podía convertirse en nuestra canción,
la única canción que bailamos, la última canción que bailaríamos.
El coche venía a gran
velocidad. Nosotros dos atravesábamos un paso de peatones. El vehículo golpeó
nuestros cuerpos con tremenda violencia. María murió en el acto. Yo no, yo me
salvé de esa muerte instantánea, ahora muero todas las horas y todos los días, acostado
en esta cama para siempre.
Al contrario que en "Tres hombres en mi destino", el final me ha borrado la sonrisa y el corazón a cien se ha quedado a treinta... Vivo tus post como más reales que el telediario y me afectan.
ResponderEliminarTe odio. Mucho.
Eres bueno.
Así es la vida amiga, un borrar y dibujar sonrisas continuo, algunos momentos de dolor, unos pocos de placer y la mayor parte de ella transcurriendo sobre un meridiano.
ResponderEliminarTú misma acabas de hacerlo, dices que me odias mucho y has borrado mi sonrisa, dices que soy bueno y la sonrisa ha vuelto a dibujarse en mi rostro.
Un besito.
Cal y arena, asi soy yo...
ResponderEliminarPero tú eres peor!!!
Si sabes hacer que las cosas accaben bien, ¿por qué nos castigas? Deja que la vida se encargue de borrarnos la sonrisa, pero tú no te compinches con ella.
Te quiero el doble que te odio.