miércoles, 28 de octubre de 2015

Nuestra canción.


Fue un roce fortuito; sin intención. Un beso, un gesto habitual entre amigos que se saludan. Ninguno lo buscamos, ni María ni yo, eso se nota, quizás solo fue un simple error en nuestros  movimientos. Pero así pasó, para qué más vueltas, tampoco era el fin del mundo. La miré para disculparme pero callé al comprobar cierto rubor en sus mejillas. Yo también andaba algo acalorado. Cuando sus labios acariciaron levemente los míos un estremecimiento  recorrió todo mi cuerpo. La conocía desde siempre, desde la infancia, y jamás pensé que el leve contacto de esos labios martilleara de aquella manera mi corazón. Aquella noche no hice otra cosa que pensar en ella y en cómo sería tener sus labios entre los míos; eternamente.

Era sábado. 09:45 hs de la noche. Habíamos quedado para cenar en una pizzería del centro. Lo hacíamos una vez al mes. No me parecía mal, pero intuía que algunos de los asistentes eran remisos a perpetuar una amistad que, salvo por recuerdos compartidos, apenas se sostenía. Mesa para nueve. Cinco chicas y cuatro chicos, todos entre los 26 y 30 años. Todos guapísimos, bien aseados y oliendo a fragancias variadas. Unas cervezas, algunas copas de vino, lambrusco, agua con gas, y la comida; tres tipos de pizza, tres platos de ñoquis, otros tres de espaguetis y tres ensaladas, todo a compartir. Durante la cena se habló de muchas cosas, quizás demasiadas, y todas ellas insustanciales, o al menos me lo parecieron. Pasamos de los postres y fuimos directamente a los chupitos de amaretto, licor de hierbas, pacharán, tequila, bourbon y limoncello. Repetir chupito fue siempre un acto de justicia con la buena digestión. Y nosotros otra cosa no, pero a justos no nos ganaba nadie. Siempre brindábamos y siempre el mismo manifiesto: “¡Por la salud, que belleza nos sobra!”. Ya con el segundo chupito en la mano, y decididos a partir de inmediato hacia la discoteca, sentí miradas nuevas, miradas desconocidas hasta ese día, un cruce de ojos entre ambos, señales evidentes de que aquella noche podía ser una noche especial, la sensación de que podía pasar algo distinto a todas las anteriores, de hecho, aunque solo fuera por eso, ya estaba siendo una noche distinta.

La discoteca a la que íbamos no quedaba lejos, la verdad es que tampoco era  nada especial, nada del otro mundo, siempre tranquila, poca gente y sin apenas altercados. Nos gustaba por la música. El disyóquey era un disyóquey no un deejay  de esos que matan la sensibilidad auditiva a base de ruidos. Ponían música normal, rítmica, y no había que descoyuntarse para marcarte unos bailes, aunque claro, entre nosotros también había lo que podíamos denominar como “list of favorite dance”, porque algunos, yo entre ellos, -la verdad sea dicha- dábamos tres pasos y nos caíamos dos veces. Así que, sin más dilación ni más chupitos, emprendimos el camino mientras compartíamos algún cigarrito de la risa. Miré el reloj y eran las 12hs de la noche.

Una vez en el interior de la discoteca buscamos una mesa que estuviese lo más alejada posible de una columna de sonido. Nos gustaba hablar mientras bebíamos o tarareábamos alguna canción. En ese momento sonaba el “Let Me Be Your Lover” de Enrique Iglesias y Pitbull. Una horterada tan buena para la ocasión como tantas  otras. Queríamos divertirnos, bailar, beber, dejar pasar las horas entre risas y buen rollo para después llegar a casa -bien entrada la madrugada- y caer en la cama rendidos. Por eso no me gustaba demasiado aquellos encuentros, porque siempre me parecieron infructuosos, porque siempre hacíamos lo previsible y porque estaba harto de que nunca ocurriera nada más allá del siempre lo mismo. Entre copa y copa y canción y canción, María se me iba haciendo cada vez más bella, más irresistible, más deseable.

A pesar de mi habitual sosería danzarina, invité a todos a la pista de baile para unirse al festín musical que el disyóquey nos regalaba. Los altavoces gritaban canciones de Gloria Gaynor, Barry White, Donna Summer, Barry Manilow, Bee Gees, Abba y hasta alguna de Raphael, la Carrá o el mismísimo Georgie Dann. No sé qué pasaba, pero cuando aquellos viejos temas sonaban, todo el mundo salía a la pista para Travoltear como si del “Saturday Night Fever” se tratara. Contoneo de caderas, movimientos pélvicos, brazos arriba y abajo, yo sin el menor ritmo ni cadencia, piernas buscando compás, pasitos adelante, laterales y pasitos hacia atrás. Todo muy íntimo, todo muy personal, todo muy cómico, salvo honrosas excepciones. Lo pasábamos bien pero el consumo de copas comenzaba ya a clamar venganza.

Me dirigí al cuarto de baño medio cegado por luces destellantes. Allí estaba María, esperando turno. La invité a salir fuera a fumar un cigarrillo. Declinó mi ofrecimiento con una respuesta tan inesperada que paralizó por completo mi imaginación más calenturienta.

                                   Entra conmigo, fumemos en el baño...
                                   Yo la seguí.

Los primeros besos, algo precipitados, impregnados en alcohol y pasión. Los segundos dejaron paso a unas lenguas atrevidas que jugueteaban entre sí. Mis manos acariciaban sus senos. Las suyas mis genitales. Me bajé los pantalones. Subí su vestido. Y con una arremetida casi violenta aparté de mi cabeza cualquier atisbo de romanticismo. Sexo animal alejado de personas que jamás habían rozado sus cuerpos. Todo fue muy rápido, quizás demasiado rápido y posiblemente escasamente placentero. Ella miraba de forma distinta, de una manera tan especial que no sabía si eso era bueno o malo. Sus preciosos ojos negros brillaban como nunca.

Al regresar del baño sonaba la versión de “Tombe la Neige” de Garik Sukachov. Nunca supe por qué, pero aquella canción, con aquella voz quebrada, me estremecía. Agarré a María por la cintura y la abracé. La conduje hacia la pista y la bailamos, con nuestros labios juntos y sin movernos un centímetro. Aquella fue la última canción de nuestra noche, una canción que podía convertirse en nuestra canción, la única canción que bailamos, la última canción que bailaríamos.

El coche venía a gran velocidad. Nosotros dos atravesábamos un paso de peatones. El vehículo golpeó nuestros cuerpos con tremenda violencia. María murió en el acto. Yo no, yo me salvé de esa muerte instantánea, ahora muero todas las horas y todos los días, acostado en esta cama para siempre.

3 comentarios:

  1. Al contrario que en "Tres hombres en mi destino", el final me ha borrado la sonrisa y el corazón a cien se ha quedado a treinta... Vivo tus post como más reales que el telediario y me afectan.
    Te odio. Mucho.
    Eres bueno.

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  2. Así es la vida amiga, un borrar y dibujar sonrisas continuo, algunos momentos de dolor, unos pocos de placer y la mayor parte de ella transcurriendo sobre un meridiano.
    Tú misma acabas de hacerlo, dices que me odias mucho y has borrado mi sonrisa, dices que soy bueno y la sonrisa ha vuelto a dibujarse en mi rostro.
    Un besito.

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  3. Cal y arena, asi soy yo...
    Pero tú eres peor!!!
    Si sabes hacer que las cosas accaben bien, ¿por qué nos castigas? Deja que la vida se encargue de borrarnos la sonrisa, pero tú no te compinches con ella.

    Te quiero el doble que te odio.

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