lunes, 19 de diciembre de 2011

Mi bella durmiente



Mi coche engullía kilómetros a alta velocidad. Contravenir las normas me transmitía una sensación agradable de libertad. No tuve en cuenta que la excesiva lluvia caída potenciaba un asfalto peligroso. No vi la curva. Tracé una maniobra de volante imperfecta y estampé mi vehículo contra un árbol. Llevaba puesto el cinturón de seguridad y afortunadamente el airbag funcionó. Un leve golpe en la cabeza, otro en el pecho, unas cuantas magulladuras y un destrozo considerable en el coche fueron el balance del siniestro. Sin embargo, comencé a preocuparme cuando dos horas después me sobrevino un leve aturdimiento. Tenía plena conciencia de todo lo ocurrido pero un ligero desazón en mi estómago y cierta turbación en mi cabeza me indicaban que la levedad del accidente solo estaba en mi subconsciente deseo. Había perdido memoria, no sabían quién era ni hacia donde me dirigía, y encima, en plena noche, por aquella puta carretera secundaria no pasaba ni un alma. Después de andar a tientas durante un buen rato caí fulminado al suelo. Allí, completamente empapado y tiritando de frío, dejé volar mi imaginación en busca de recuerdos; y me dejé llevar.

Recordé que mi trabajo no era un trabajo cualquiera. Que me apasionaba, eso sí, pero al mismo tiempo me subyugaba y me privaba de amistades. Nadie quería estar al lado de alguien que maquillaba a la muerte. Trabajaba en una morgue. Era técnico mortuorio en la restauración y maquillaje de difuntos. No un técnico cualquiera sino el mejor. Me pagaban bien, no tenía queja, pero hay cosas en la vida que no tienen precio. Recordé algunos amigos virtuales en la red, que seguramente hoy, al leer con qué me gano la vida, habrán corrido despavoridos buscando lugares más cálidos y confortables. Aunque ya sea tarde les daría un consejo; deberían esperar hasta conocer la verdad; mi verdad.

Mi única misión en la vida era llevar la máxima felicidad a familias que estaban pasando un trance amargo. Me gustaba dibujar una dulce sonrisa en esos rostros sin vida. Mimaba sus caras con cariño, con amor, con pasión. Ese era el secreto de mi éxito. A pesar de mi relativa juventud, tenía 30 años cuando comencé, llevo realizados hasta el momento más de dos mil actos funerarios. Contaba mi trabajo por felicitaciones y eso me llenaba de enorme satisfacción personal. Un día todo cambió. Decidí especializarme en Tanatopraxia. El nombre, aunque os suene raro, os aseguro que mucho más raro era el fin que perseguía; demorar químicamente la descomposición de un cuerpo muerto. Estudié cada una de las horas que tenía libres, compatibilizaba trabajo con estudios dejando al margen mi escasísima vida social. Me convertí en eso denominado como ratón de biblioteca. Pero enrarecía por minutos. Obcecación obsesiva sería la definición más exacta para mi padecimiento.

Por fin llegó el momento de mi primer trabajo. Se trataba de un complejo caso judicial, y a instancias del magistrado de turno, se ordenó la preservación del cadáver hasta tanto no fuera aclarado el caso. A éste siguieron muchos otros y muchas horas de dedicación. Me hice un especialista en las inyecciones vasculares y de cavidad de soluciones acuosas y químicos germicidas solubles; me convertí en el rey de los tanatopráxicos. Un día encontré sobre la mesa de trabajo el cuerpo de una preciosa y escultural mujer. Estaba completamente desnuda y mostraba la esplendidez desgraciada de su joven cuerpo muerto. Después de preguntar nadie supo decirme quién era. Sobre uno de los dedos de su pie colgaba una etiqueta que decía: “Desconocida - ¿Incineración?”. Desconozco qué pasó por mi mente para tomar aquella decisión. Sobre las diez de la noche, solo y a escondidas, me puse a trabajar su cuerpo. Una vez restaurada y maquillada apliqué mis novedosas técnicas de protección y conservación. Fue mi mejor trabajo, una obra de arte, tanto, que me vino a la mente la leyenda que cuentan sobre el Moisés de Michelangelo Buonarroti, que una vez acabado, el artista golpeó la rodilla derecha de la estatua y le ordenó: “¡HABLA!”. Yo no llegué a eso sino que lo superé. Sobre las cinco de la madrugada me llevé el precioso cuerpo muerto de mi bella desconocida a casa. Lo hice sin inmutarme, posiblemente sin pensar las consecuencias, lo hice como el que se lleva escondido un bolígrafo del trabajo. Vivía a las afueras de la ciudad y no corría el riesgo de que alguien me descubriera. Cuando fui preguntado por el cuerpo de la joven me limité a decirles que había sido incinerada. Nadie preguntó nada más, nadie se interesó en confirmarlo y nadie nunca más volvió a realizar más preguntas. Como si no hubiera existido.

Ella descansaba junto a mí. Yo le hablaba, la contemplaba, la besaba, la acariciaba, y hasta le contaba mis sueños y proyectos de futuro en su compañía. Debía estar mal de la cabeza porque llegué a imaginar que mi bella y sonriente acompañante mantenía animadas conversaciones conmigo. Después de un tiempo todo se truncó. Su cuerpo no admitía más tratamiento químico y comenzó a deteriorarse, a descomponerse por horas. La decisión fue muy dura. Otra vez la soledad velaría mi angustiosa tristeza. La envolví entre plástico y mantas y cargué el cuerpo en el maletero de mi automóvil. Momentos después partía rumbo a mi centro de trabajo con la intención de incinerarla, debía hacerla desaparecer definitivamente de mi vida. Sollozaba sin remisión mientras buscaba un mínimo de consuelo.

La sirena de un coche policial paró en seco mi llanto. Recordé que el piloto trasero izquierdo no funcionaba. Paré el coche, respiré profundo y esperé al guardia implorando un mínimo de suerte.

Buenas noches. ¿Sabe que tiene el piloto trasero izquierdo fundido?

No lo sabía. Disculpe, pero haga su trabajo y póngame la denuncia.

Deme la documentación y su carné de conducir.

¿Cómo? ¡No me lo puedo creer! ¿Es Ud. el mismo que trabaja en la funeraria del norte?

Sí. –respondí desconcertado-

Me alegro de conocerle, hizo un trabajo excelente con mi madre.

Gracias. Muchas gracias. Es muy amable.

Es Ud. muy buen profesional, mi familia no para en elogios hacia su persona. Por cierto, ¿no nota ese olor desagradable que sale de su maletero? Haga el favor de abrirlo, tengo que echar un vistazo.

Espere un momento –le solicité- Abrí la guantera, saqué un cuchillo de montaña de tamaño considerable y lo guardé en el bolsillo de mi abrigo. Lancé la llave del maletero al guardia y cuando lo estaba abriendo le clavé la larga hoja de acero hasta el mango. Repetí la acción en tres ocasiones, hasta que le arranqué el último suspiro. Escondí el cuerpo entre unos zarzales y coloqué el coche policial fuera de la carretera. Y proseguí camino.

Me había convertido en un desequilibrado y en un asesino. Sabía que tenía que desaparecer. Llegué a la funeraria, hice lo que debía con mi bella durmiente y aprovechando que sabía dónde se escondía el dinero de la empresa, desvalijé la caja. Ladrón; otro cargo más para mi ficha policial.

Han pasado más de cinco años. Huyendo de mis recuerdos. Automóvil, kilómetros… poniendo distancia. Países extraños, tierra extraña. Parece que ha llegado la hora, el final, mi triste e inesperado final. El recuerdo del rostro de mi bella compañera se difumina en mi mente. Abro los ojos y vuelvo a verme de nuevo, allí estoy, tumbado en el húmedo asfalto de una inhóspita carretera secundaria; muriéndome, queriendo imaginar que de un momento a otro despertaría de mi maldita pesadilla. Intenté pellizcarme pero ya era tarde, acababan de apagarse todas las luces.

1 comentario:

  1. Ufff
    Pero: ¿Tú de dónde sacas estos temas? Eres en dos palabras: IN-CREIBLE.
    No te lo vas a creer, pero yo conocí en un viaje a un tío que trabajaba en una morgue como tu protagonista, ni te imaginas, las barbaridades que nos contó... yo nunca he tenido ganas de morirme pero a partir de encontrarme con semejante elemento... no tengo ninguna, solo te voy a dar una pista de sus conversaciones: la realidad, supera tu ficción...

    Solo te digo una cosa, creo que en este oficio -no hay ni gota de paro-, todos los días hay curro...

    Un beso, calido...

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