miércoles, 21 de diciembre de 2011

A oscuras.




El piso parecía estar contrayéndose a cada minuto de reloj. Lucía no sabía qué hacer, ni a qué habitación entrar, salir o quedarse. Iba del cuarto de baño a la cocina, de la cocina al dormitorio, del dormitorio al comedor y del comedor a la sala de estar. Y vuelta a empezar. Que estaba nerviosa era algo evidente, pero ella se preguntaba: ¿Había realmente motivos para tal nerviosismo? ¿No se habría precipitado al concertar aquella cita en un día tan señalado? Sin embargo, a pesar de sus 54 años, tenía la ilusión y la excitación propia de una adolescente principiante a la espera de su príncipe azul, o al menos, alguien con quien compartir sentimientos, alguien que la guiara en la oscuridad y le ofreciera su compañía -para juntos- poder contemplar el sol, la luna, las estrellas; la vida.

No muy lejos de allí, a escasamente media hora de camino, se encontraba Luis en circunstancias muy parecidas. Luis rondaba los 60 años. Había enviudado hacía 10 años. Tenía 2 hijos de los que no sabía nada y que desde la muerte de su esposa apenas si se interesaban por él. Alguna esporádica llamada telefónica y poco más. Luis sufría por esa circunstancia pero se negaba a mortificarse eternamente. Se había acostumbrado a domar la pesadumbre. Conoció a Lucía de forma casual. Fue en una cafetería del centro. Luis se encontraba en compañía de unos antiguos trabajadores de la fábrica, todos prejubilados como él, celebrando su encuentro anual. A la salida, quizás por la euforia animosa de un par de copas, tropezó con una mujer que entraba en la cafetería. Se disculpó educadamente, una y otra vez, quizás demasiadas veces, pero consiguió arrancar una preciosa sonrisa en el rostro de la desconocida. Posiblemente una cosa llevó a la otra, pero lo cierto fue, que al cabo de unos minutos, ambos compartían mesa, café y conversación. Pasaron dos meses hasta que volvieron a coincidir, y otra vez, casualidades del destino, también de forma fortuita. Premonición o necesidad, ninguno sabía a qué correspondía aquellos encuentros, pero lo cierto es que ninguno de los dos se sentía incómodo. Y siguieron viéndose, y siguieron participando juntos en animadas y agradables charlas. Allí, en una de esas conversaciones, surgió la idea de celebrar la cena de Nochebuena juntos.

Lucía miró el reloj. Las 6 de la tarde. Tenía tres horas por delante para seguir poniéndose (sin la menor duda) más y más nerviosa. Ella pensó que quizás un baño de agua caliente la relajaría. Pasados poco más de quince minutos el baño estaba preparado. Se desnudó casi con furia y se introdujo en la bañera. El calor del agua, la abundante espuma y el agradable olor a sales aromatizadas consiguieron calmarla. Recostó su cabeza y cerró los ojos; todo quedó a oscuras…

Cuando Lucía abrió los ojos tuvo la impresión de haber perdido la noción del tiempo. Oyó el timbre de la puerta y se apresuró a levantarse. Cogió su albornoz, se calzó unas zapatillas y acudió rauda a abrir la puerta. Allí estaba Luis, sonriente, elegante, más guapo y atractivo que nunca, extendiéndole un precioso ramo de rosas rojas. Lucía se disculpó por el retraso y acompañó a Luis al salón mientras ella se vestía para la cena. Ya en el dormitorio, se despojó del albornoz, se puso frente al armario y escogió el vestido más sensual. De pronto, su mirada se clavó en el espejo. Tras ella, inmóvil y visiblemente excitado, estaba Luis; observándola sin la menor discreción. Ella se giró bruscamente tapando con sus brazos parte de su cuerpo. Luis se acercaba lentamente, muy lentamente. La cogió entre sus brazos y la besó. Ella no le rechazó. Sintió como su cuerpo se estremecía al contacto de aquellos labios. La lengua de Luis exploraba su boca mientras sus manos acariciaban sus seños, sus nalgas y su preciosa intimidad. Luis la levanto con sus brazos con una suavidad extraordinaria. Ya en la cama, desnudos, Luis bebía la excitación de Lucía gota a gota. Su lengua buscaba los lugares más recónditos. Lucía gemía de placer. Los gritos apasionados de ella aconsejaban a Luis cuál debía ser el momento para poseerla. No había reglas. Tampoco control del tiempo ni de la mente. Todo debía hacerse con tranquilidad; sin prisas… Luis situó su miembro rozando sabiamente los labios genitales de ella. Lo agitaba lentamente al tiempo que su mirada se clavaba en el rostro de Lucía desencajado por el placer. Con suavidad, con ternura pero también con precisión, Luis realizó un movimiento hasta comprobar que estaba dentro de ella, que estaba con ella; en su interior. Y siguió moviéndose, lentamente, muy lentamente, arrancando placer de su cuerpo y más y más gemidos de pasión. Él pensó que había llegado el momento, el ansiado momento de acometer el acto sexual con ímpetu y furia. Lucía movía su cuerpo al compás de las arremetidas de Luis. Lucía sentía aquel miembro en plenitud dentro de ella y la estaba volviendo loca. Después, en pleno éxtasis, sintió aquel líquido caliente lanzado con fuerza sobre su jugosa cavidad. El intercambio de fluidos puso fin a su primera cita con el sexo. Justo ahí, en ese momento, todo volvió a quedar a oscuras…

Lucía se despertó cuando el agua de la bañera estaba ligeramente fría. El baño le había sentado muy bien. Se notaba relajada. Notaba una humedad interior nada habitual. Llevó sus dedos hacia su sexo y comprobó la enorme riqueza de su excitación. Y sonrió con la sonrisa cómplice de un bendito sueño. Eran poco más de las 7:15 de la tarde. Tenía tiempo. Comenzó a preocuparse cuando dieron las 10 de la noche y Luis no había aparecido. Quiso llamarlo pero desistió. Comió sola y después se acostó. A pesar del contratiempo Lucía se sentía feliz, inusualmente feliz.

Al día siguiente, el día de Navidad, y a primeras horas de la mañana, recibió una llamada telefónica anunciándole la muerte de Luis como consecuencia de un paro cardiaco. Todo volvió a quedar a oscuras.

martes, 20 de diciembre de 2011

Hoy llega mi tren; a las 8:17



Hoy era la cita. Hoy el día elegido. Hoy nos volveríamos a ver después de 12 años. Hoy te diría todo lo que por cobardía callé. Hoy, sin duda, sería el día más ansiado y deseado. Hoy redimiré todos mis pecados de juventud. Hoy llega mi tren; a las 8:17...

Cuando el tren se detuvo noté como mi corazón se aceleraba. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al ver tu imagen a través de una ventanilla. Inconfundible. Inigualable. Tu belleza perduraba, sin embargo, tu sonrisa, había desaparecido de tu rostro. Noté seriedad o responsabilidad, o quizás ambas cosas. No lo sé. Pero un pellizco se apoderó de mi estómago. No eran mariposas, era un mal presagio.

Mi cita con el amor, la pasión y la esperanza se desvaneció al instante. Se evaporaron de mi retina, como por arte de magia, todos mis sueños cuando vi tu imagen sobre las escalerillas de aquel vagón. Bajaste con parsimonia, tranquila y serena, con una falda negra ceñida que realzaba tu espléndida figura, zapatos negros de tacón alto y una camisa naranja donde se intuía la prominencia de tus pechos. Tras de ti, un hombre de buen porte y elegantemente vestido, algo mayor que tú, que portaba en su mano derecha una pequeña maleta mientras que en la izquierda sostenía a un pequeño de unos 3 años. Un torbellino de ideas repentinas turbó mi mente. Nos separaban escasos metros, pero en segundos, elucubraciones sobre mi frustración me arrastraron al abismo. Me sentí derrotado sin haber pronunciado siquiera una palabra. Fue la evidencia la encargada de borrar de mí ser cualquier sensación de esperanza y alegría…

La megafonía me sobresaltó. Anunciaban la llegada de un tren.  El reloj señalaba las 8:17. Llegó el momento. Hoy te acercarás de nuevo a mi pero mi corazón dice que no será para siempre.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Mi bella durmiente



Mi coche engullía kilómetros a alta velocidad. Contravenir las normas me transmitía una sensación agradable de libertad. No tuve en cuenta que la excesiva lluvia caída potenciaba un asfalto peligroso. No vi la curva. Tracé una maniobra de volante imperfecta y estampé mi vehículo contra un árbol. Llevaba puesto el cinturón de seguridad y afortunadamente el airbag funcionó. Un leve golpe en la cabeza, otro en el pecho, unas cuantas magulladuras y un destrozo considerable en el coche fueron el balance del siniestro. Sin embargo, comencé a preocuparme cuando dos horas después me sobrevino un leve aturdimiento. Tenía plena conciencia de todo lo ocurrido pero un ligero desazón en mi estómago y cierta turbación en mi cabeza me indicaban que la levedad del accidente solo estaba en mi subconsciente deseo. Había perdido memoria, no sabían quién era ni hacia donde me dirigía, y encima, en plena noche, por aquella puta carretera secundaria no pasaba ni un alma. Después de andar a tientas durante un buen rato caí fulminado al suelo. Allí, completamente empapado y tiritando de frío, dejé volar mi imaginación en busca de recuerdos; y me dejé llevar.

Recordé que mi trabajo no era un trabajo cualquiera. Que me apasionaba, eso sí, pero al mismo tiempo me subyugaba y me privaba de amistades. Nadie quería estar al lado de alguien que maquillaba a la muerte. Trabajaba en una morgue. Era técnico mortuorio en la restauración y maquillaje de difuntos. No un técnico cualquiera sino el mejor. Me pagaban bien, no tenía queja, pero hay cosas en la vida que no tienen precio. Recordé algunos amigos virtuales en la red, que seguramente hoy, al leer con qué me gano la vida, habrán corrido despavoridos buscando lugares más cálidos y confortables. Aunque ya sea tarde les daría un consejo; deberían esperar hasta conocer la verdad; mi verdad.

Mi única misión en la vida era llevar la máxima felicidad a familias que estaban pasando un trance amargo. Me gustaba dibujar una dulce sonrisa en esos rostros sin vida. Mimaba sus caras con cariño, con amor, con pasión. Ese era el secreto de mi éxito. A pesar de mi relativa juventud, tenía 30 años cuando comencé, llevo realizados hasta el momento más de dos mil actos funerarios. Contaba mi trabajo por felicitaciones y eso me llenaba de enorme satisfacción personal. Un día todo cambió. Decidí especializarme en Tanatopraxia. El nombre, aunque os suene raro, os aseguro que mucho más raro era el fin que perseguía; demorar químicamente la descomposición de un cuerpo muerto. Estudié cada una de las horas que tenía libres, compatibilizaba trabajo con estudios dejando al margen mi escasísima vida social. Me convertí en eso denominado como ratón de biblioteca. Pero enrarecía por minutos. Obcecación obsesiva sería la definición más exacta para mi padecimiento.

Por fin llegó el momento de mi primer trabajo. Se trataba de un complejo caso judicial, y a instancias del magistrado de turno, se ordenó la preservación del cadáver hasta tanto no fuera aclarado el caso. A éste siguieron muchos otros y muchas horas de dedicación. Me hice un especialista en las inyecciones vasculares y de cavidad de soluciones acuosas y químicos germicidas solubles; me convertí en el rey de los tanatopráxicos. Un día encontré sobre la mesa de trabajo el cuerpo de una preciosa y escultural mujer. Estaba completamente desnuda y mostraba la esplendidez desgraciada de su joven cuerpo muerto. Después de preguntar nadie supo decirme quién era. Sobre uno de los dedos de su pie colgaba una etiqueta que decía: “Desconocida - ¿Incineración?”. Desconozco qué pasó por mi mente para tomar aquella decisión. Sobre las diez de la noche, solo y a escondidas, me puse a trabajar su cuerpo. Una vez restaurada y maquillada apliqué mis novedosas técnicas de protección y conservación. Fue mi mejor trabajo, una obra de arte, tanto, que me vino a la mente la leyenda que cuentan sobre el Moisés de Michelangelo Buonarroti, que una vez acabado, el artista golpeó la rodilla derecha de la estatua y le ordenó: “¡HABLA!”. Yo no llegué a eso sino que lo superé. Sobre las cinco de la madrugada me llevé el precioso cuerpo muerto de mi bella desconocida a casa. Lo hice sin inmutarme, posiblemente sin pensar las consecuencias, lo hice como el que se lleva escondido un bolígrafo del trabajo. Vivía a las afueras de la ciudad y no corría el riesgo de que alguien me descubriera. Cuando fui preguntado por el cuerpo de la joven me limité a decirles que había sido incinerada. Nadie preguntó nada más, nadie se interesó en confirmarlo y nadie nunca más volvió a realizar más preguntas. Como si no hubiera existido.

Ella descansaba junto a mí. Yo le hablaba, la contemplaba, la besaba, la acariciaba, y hasta le contaba mis sueños y proyectos de futuro en su compañía. Debía estar mal de la cabeza porque llegué a imaginar que mi bella y sonriente acompañante mantenía animadas conversaciones conmigo. Después de un tiempo todo se truncó. Su cuerpo no admitía más tratamiento químico y comenzó a deteriorarse, a descomponerse por horas. La decisión fue muy dura. Otra vez la soledad velaría mi angustiosa tristeza. La envolví entre plástico y mantas y cargué el cuerpo en el maletero de mi automóvil. Momentos después partía rumbo a mi centro de trabajo con la intención de incinerarla, debía hacerla desaparecer definitivamente de mi vida. Sollozaba sin remisión mientras buscaba un mínimo de consuelo.

La sirena de un coche policial paró en seco mi llanto. Recordé que el piloto trasero izquierdo no funcionaba. Paré el coche, respiré profundo y esperé al guardia implorando un mínimo de suerte.

Buenas noches. ¿Sabe que tiene el piloto trasero izquierdo fundido?

No lo sabía. Disculpe, pero haga su trabajo y póngame la denuncia.

Deme la documentación y su carné de conducir.

¿Cómo? ¡No me lo puedo creer! ¿Es Ud. el mismo que trabaja en la funeraria del norte?

Sí. –respondí desconcertado-

Me alegro de conocerle, hizo un trabajo excelente con mi madre.

Gracias. Muchas gracias. Es muy amable.

Es Ud. muy buen profesional, mi familia no para en elogios hacia su persona. Por cierto, ¿no nota ese olor desagradable que sale de su maletero? Haga el favor de abrirlo, tengo que echar un vistazo.

Espere un momento –le solicité- Abrí la guantera, saqué un cuchillo de montaña de tamaño considerable y lo guardé en el bolsillo de mi abrigo. Lancé la llave del maletero al guardia y cuando lo estaba abriendo le clavé la larga hoja de acero hasta el mango. Repetí la acción en tres ocasiones, hasta que le arranqué el último suspiro. Escondí el cuerpo entre unos zarzales y coloqué el coche policial fuera de la carretera. Y proseguí camino.

Me había convertido en un desequilibrado y en un asesino. Sabía que tenía que desaparecer. Llegué a la funeraria, hice lo que debía con mi bella durmiente y aprovechando que sabía dónde se escondía el dinero de la empresa, desvalijé la caja. Ladrón; otro cargo más para mi ficha policial.

Han pasado más de cinco años. Huyendo de mis recuerdos. Automóvil, kilómetros… poniendo distancia. Países extraños, tierra extraña. Parece que ha llegado la hora, el final, mi triste e inesperado final. El recuerdo del rostro de mi bella compañera se difumina en mi mente. Abro los ojos y vuelvo a verme de nuevo, allí estoy, tumbado en el húmedo asfalto de una inhóspita carretera secundaria; muriéndome, queriendo imaginar que de un momento a otro despertaría de mi maldita pesadilla. Intenté pellizcarme pero ya era tarde, acababan de apagarse todas las luces.

Al partir; ¿un beso y una flor?


Te veo partir amor. Quieres irte, necesitas irte, pero no dejaré que eso ocurra. Te retendré. Sientes dolor, lo sé. Duele la ignominia. Duele el desconsuelo y el desamparo. Duele el corazón herido. A través de tus ojos morados veo llorar la pena. Labios hinchados, sangrantes, doloridos, incapaces de pronunciar mi nombre; solo saben gritar ¡Por favor; basta ya!

Pero no, aún no es suficiente. No puede ser suficiente. Debes sufrir, tienes que seguir sintiendo el sabor de tu propia sangre en tu boca, su olor y el dolor interior que provoca. Mi puño se estrella con fuerza sañosa sobre tu estómago. Te retuerces de dolor. En el suelo eres más vulnerable. La punta de mi bota golpea tu cabeza. Suena un ¡crac!. ¿Todo acabó? No. Tu aturdimiento me encoleriza. Busco el cuchillo perdido en la batalla. No quiero castigarte, quiero acabar definitivamente contigo. Resiste hasta hundir en tus entrañas el frío acero –te susurro al oído- ; quiero ver como tus ojos me miran al exhalar tu último aliento.

Alicia supo que aquello no había sido un sueño cuando comprobó el dolor punzante en sus manos, la sangre en sus ropas y el cuerpo inerte de su marido entre un charco de sangre. Al mirarlo, vio sobre su mano derecha la pulsera negra de alejamiento; y sonrió…

In memoriam.

Historia de un amor



Noche de muertos. Año 1970. En Veracruz, frente al puerto, la cantina lloraba ausencias. Una botella de tequila en una mano y en la otra un pistolón. En bandolera, una canana repleta de balas. Camiseta escotada dejando a la evidencia unos senos tostados y turgentes. Vaquero ajustado. Botas de montar con las espuelas manchadas de sangre. Mujer bella. Caderas anchas. Sobre la cabeza, un sombrero charro que escondía un mirar triste. Ojos de un verde intenso; como la obsidiana. En un viejo tocadiscos sonaba la voz del añorado Pedro Infante. El característico sonar del vinilo embellecía la hermosa letra: “es la historia de un amor como no hay otro igual, que me hizo comprender, todo el bien y todo el mal, que le dio luz a mi vida, apagándola después, hay que vida más oscura, sin tu amor no viviré…” Sonaba una vez, y otra, y otra…

Ella esperaba al hombre; a cualquier hombre. Alguien dispuesto a llenarle el cuerpo de alcohol y babas. El cantinero se subía la bragueta entre sonrisas. Cinco clientes esperaban su turno. Mezcal o tequila. Ese era su precio. Se entregaba por despecho a un amor no correspondido.

Aquella noche de muertos, de espíritus vivos en Mictlán, de banquetes mortuorios festivos por todos y cada uno de los rincones, iba a teñirse de un intenso color rojo. En extramuros, seis hombres armados se acercaban. Antes de entrar en la cantina hicieron tronar repetidamente sus armas de fuego. En el interior, con la inigualable voz de Pedrito Infante a todo volumen, seguían bebiendo sin parar. La mujer, dando tumbos, se acercó a un cliente nuevo que se había sentado al fondo del local. A pesar de su estado ebrio le reconoció al instante.

¡Miguel! ¿Qué haces por aquí? –preguntó ella-

Beber, Adriana, beber y olvidar.

Miguel era el cuate del hombre que la había despreciado. Miguel, además del mejor amigo de ese hombre, fue la persona que siempre la quiso. Furtivamente; a escondidas.

Invítame a una botella y tendrás esto. –dijo Adriana señalando con gesto grosero su maltratada intimidad-

Déjame; te ruego que me dejes tranquilo.

Los seis nuevos clientes cantaban sin parar “Las mañanitas”. Uno de ellos, un bastardo hijo de la chingada, sacó su revólver, y de un solo disparo, acalló la voz de Pedro Infante. Y siguieron cantando. Rodearon a la mujer. Ella sonreía, bebía y vomitaba al tiempo que exigía su botín; una botella por cada uno. Estaba en estado semiinconsciente. Se negaron, la golpearon y fue arrastrada al suelo. Allí arrancaron sus ropas y comenzaron a vejarla. Mientras uno la sujetaba otro la poseía. Fue sodomizada al tiempo que los puños iban marcándose en su cuerpo. ¡Pásele una probadita mano! –decían entre risas- De repente, del fondo del local, apareció Miguel.

Con voz enérgica ordenó a los seis indeseables que dejaran a la mujer en paz. Ellos rieron. Sacaron sus pistolas y acribillaron su cuerpo a balazos. Miguel estaba desarmado. Minutos después la taberna quedó vacía. Adriana se recompuso como pudo y llegó a sentarse en el mismo lugar donde momentos antes estuvo Miguel. Sobre la mesa había una carta dirigida a ella. La cogió, la guardó y se encaminó hacia la calle. Nunca volvieron a verla en aquella taberna dónde un día sesgaron la voz muerta de Infante y el cuerpo inocente de Miguel.

Han pasado más de 30 años. Adriana reside en un centro psiquiátrico. Vive alejada de la razón pero su corazón palpita cada vez que lee la carta de Miguel, un hombre, su hombre, al que solo amó después de su muerte.